Revista Cultura y Ocio

Odiseas porteñas

Por Humbertodib
Odiseas porteñasNo teníamos dinero para las entradas, así que nos metimos por el Barrio Kennedy, como nos habían indicado unos pibes que estaban haciendo la fila para la popular. Debíamos ir hasta el fondo, donde estaba el último bloque de departamentos, y desde allí saltar la pared que daba al estacionamiento del estadio de Vélez Sarsfield. Estábamos más ansiosos que asustados, pues ya oíamos la música y los gritos que llegaban como un runrún ahogado. No podíamos distinguir qué canción estaban tocando, pero no era una deellos, eso seguro. Aunque Ana se animaba a todo, me pareció que el muro era demasiado alto como para que lo trepase una chica, tuve miedo de que pudiera caerse, incluso sentí miedo de caerme yo, aunque jamás se lo habría confesado. Subí vos primero, le dije, pero ojo, con mucho cuidado. No te hagas problemas, yo puedo, me aseguró. Entrelacé los dedos de ambas manos y le ofrecí el cuenco de las palmas para que apoyase el pie y pudiera llegar hasta lo más alto, después todo dependía de su habilidad para mantenerse en equilibrio y descender, metiendo la punta de las zapatillas en los huecos o pisando los ladrillos que sobresaliesen. Le advertí que no saltara desde arriba porque eran como tres o cuatro metros y podía quebrarse una pierna o torcerse el tobillo. Esperame, mejor no bajes todavía, le dije, entonces subí yo. Sentados en el borde de la muralla, parecíamos dos chicos cabalgando sobre esos barriles de aceite pintados de azul que hay en los areneros de las plazas, chicos de casi 30 años. Dejame que baje yo primero y después te agarro, le dije, en un momento de lucidez. Me descolgué como le había aconsejado a ella, y cuando estuve a una altura razonable, me solté y caí agachándome para atenuar el golpe. No me dolía nada, estaba todo bien. Dale, ahora te toca a vos, cualquier cosa yo te atajo, le aseguré. Descendió derrapando un poco, así que la tomé de los pies, por las dudas, pero fue peor, porque quedó balanceándose en el aire como una artista de circo. Soltame, boludo, me vas a hacer caer, dejame a mí sola. Está bien, respondí secamente, con una sombra de deseo de que se golpeara el traste. Nada, hizo lo mismo que yo, incluso mejor, los hombres nunca entendemos que las mujeres pueden superarnos de manera amplia en todo lo que se propongan, menos jugar al billar o al metegol. Avanzamos unos metros ya dentro del predio del club, más o menos por donde estaba la cancha auxiliar, pero enseguida nos salió al paso un tipo con aspecto de gorila. ¿Qué hashemo, papá?, nos dijo. Nosotros tratando de colarnos para ver el recital, usted tratando de impedirlo, pensé, pero no le contesté nada. Murmuré unas frases incoherentes y el tipo se rió. Ta bien, dame algo de guita y hago de cuenta que no los vi, aseguró. Le di 4 pesos o 5, no recuerdo, era bastante dinero en 1981, pero ni se acercaba a los 50 mangos de la entrada más barata. Ya libres, corrimos medio agachados por el costado de la cancha auxiliar hasta llegar a la parte baja de la tribuna visitante, desde ahí podríamos habernos metido en el campo de juego, pero yo quería más, estaba cebado, me sentía invencible. Dale, vamos a las plateas bajas, son las más caras, le dije a Ana. Seguimos por la galería que hay debajo de las tribunas hasta llegar al sector preferencial. Subimos de a dos peldaños por una escalera gigante en forma de caracol, estábamos emocionados, no había nadie. Viste qué fácil, le dije, agrandado. Pero ni bien terminé de soltar las palabras, nos salió al cruce un tipo gordo y pelado. ¿Dónde van? ¿A ver las entradas?, nos preguntó. Eh..., no tenemos, el otro hombre nos dijo que podíamos venir por acá, ya le dimos la plata. ¿Qué otro hombre, qué plata?, no sé de qué me estás hablando, pibe, me respondió. Bueno es que..., intenté. Si tienen guita, pasan, si no, no, así de simple, nos advirtió. Metí la mano en el bolsillo de atrás del jean, saqué los últimos 2 pesos que me quedaban y se los entregué, sabiendo que se escapaba el dinero para tomar una cerveza y volver en colectivo a casa, pero no nos importó demasiado, caminar 35 cuadras no era tan grave para nosotros, si prácticamente vivíamos en la calle. ¿Y esto me das?, preguntó el gordo, pero se ve que nos tuvo lástima y nos dejo pasar. Esta vez no corrimos entusiasmados, caminamos con el culo apretado, temiendo que apareciera otro mono y que nos arruinara la fiesta justo ahí, a pocos metros del paraíso. Salimos por una boca de entrada de la tribuna justo cuando se apagaban las luces y un sonido grave invadía y hacía temblar todo el estadio. Entre la oscuridad, el acorde expectante y el olor fresco del pasto que subía desde el terreno, creí que iba a desmayarme. La gente gritaba enloquecida, nosotros también, a nadie le importaba abandonar su asiento, a nosotros menos, nos habíamos colado. Miré a Ana, ella me miró, nos sentíamos como dioses. Entonces se escucharon los acordes de la guitarra de Brian May iniciando la versión rápida deWe will rock you, luego vino una entrada de tambores y con el golpe de toda la banda se encendieron las luces del escenario: espectacular. Cuando escuchamos el "ooh, ooh, hey, hey" de Freddy Mercury creímos que nunca nada podría superar ese momento eterno que estábamos viviendo. Y probablemente nada lo haya superado.
Este más que modesto relato está dedicado a Arturo, un amigo argentino, gran contador de anécdotas porteñas que desde hace un tiempo está muy delicado de salud. Con todo respeto, les pido que, en vez de dejar un comentario aquí, le brinden una palabra de afecto, un abrazo virtual, en su blog, seguramente lo va a poner muy feliz cuando retorne a su casa. Basta con hacer clic sobre su nombre. Muchas gracias, amigos, y perdón por el atrevimiento.

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