Revista Cultura y Ocio
Disfrazado de Papá Noel, pero sin la barba y con unos cuernos de alce en el tope de mi cabeza, agitaba dos campanas doradas para atraer clientes en el Marks & Spencer de Oxford Street. Acompañaba el balanceo de las bolas (perdón) cantando un villancico infamemente feliz. Por supuesto: nadie me prestaba la menor atención, por eso golpeaba cada ‘c’ de Christmas como si le gritara a cada uno que pasaba un Crap apenas disimulado. A las 20 horas, el encargado de la tienda me dijo que podía irme y me deseó una feliz Nochebuena. Llegué a casa y, sin demasiados preámbulos, me senté a cenar. Era mi primer año de divorciado, estaba solo, esas cosas de la vida. Me emborraché tanto que recién después de las 2 de la mañana me di cuenta de que no me había quitado el disfraz. Me arrojé a la cama así, qué más daba, si al otro día tenía que levantarme temprano para entretener el recorrido turístico de un contingente de japoneses que habían llegado a Londres con sus hijos, pero antes de dormirme, me prometí que con ellos sí usaría la barba, pues en lo más profundo de mi alma deseaba que esos chiquillos orientales creyeran que yo era el verdadero Papá Noel.