La conocí en el FanClub de Sevilla, ya muy avanzado el domingo, estaba con un grupo de amigas y parecía un poco achispada. Me acerqué con cierto pudor y le dije que, si me lo permitía, podría convertirla en un excelente personaje femenino de un nuevo cuento. ¿Ah, sí?, preguntó en tono burlón, demuéstramelo, un escritor tiene que convencer, ¿o no?, y luego pasó su vaso de cerveza por delante de mi rostro, antes de llevárselo a la boca. Yo sé lo que tengo que hacer, le aseguré. Bueno, entonces dime algo que me muestre lo que eres capaz de inventar sin estar preparado. Un poco apremiado, ingenié una frase altísona y, por lo mismo, efectiva. La necesidad ridícula de estar todo el tiempo inspirados sólo es equiparable a la estúpida creencia de que lo que hicimos es bueno cuando, por fin, conseguimos escribir algo: confiar en uno mismo no sólo es engañoso, sino patético. Se quedó mirándome un rato con los labios separados -se le veían los dientes, como de conejo- y después se volvió hacia a sus amigas, quienes le hicieron que sí con la cabeza. Entonces me tomó del brazo y me sacó del lugar. Soy suya, maestro, hágame su personaje: palabras exactas.La llamé Sofía, le asigné 29 años, la hice rubia, pero con los ojos negros, le construí una trama compleja, le agregué un modesto personaje masculino, la fingí una aventurera recorriendo infinitamente la A-4 en un Volskwagen escarabajo del '58 de color rojo, cosas por el estilo.Me mostré tan entusiasmado con mi creación que no pasó demasiado tiempo hasta que mi agente literario quisiera conocerla. Le gustó de inmediato, sólo me sugirió que le retocase este y aquel detalle, al principio me molestó su intromisión, pero enseguida me di cuenta de que tenía razón, con sus consejos Sofía había quedado perfecta. A esta altura, el personaje masculino estaba locamente enamorado de ella, sin embargo, en una charla bastante enardecida, entre mi agente y yo lo disuadimos de que había que dejarla partir para que cumpliera su misión, pues de ella dependía gran parte de nuestro éxito. Sofía me esperaba fuera, sabiendo de antemano cuál había sido la sentencia. Me aproximé al escarabajo para despedirla, ya estaba dentro y había encendido el motor. Eres muy bonita, ¿lo sabías?, le dije. Esta vez me miró de otro modo y ya no me llamó maestro, me dijo que yo, mejor que nadie, sabía que de nada valían los apaños literarios, que las historias tenían que ser así. Cerró la ventanilla y colocó la palma de la mano sobre el vidrio, yo hice lo mismo desde fuera, tratando de que coincidieran. Entonces metió la primera y aceleró. Adiós Sofía, ojalá te vaya muy bien, susurré y corrí unos metros detrás del auto para ver cómo atravesaba el Puente de Triana. Un poco me enojé, pero sabía que no había otra salida, ahora todo quedaba en sus manos. Muy pronto tendré que olvidarla, pensé, como voy olvidándome del Guadalquivir, de las callejuelas laberínticas, de los árboles cargados de naranjas, de los patios andaluces, y de cada uno de mis personajes, aunque yo en el fondo sepa que jamás lo consigo del todo.