EL PAN COMIDO SE OLVIDA de T. Fuller
Durante siglos el pan horneado en horno de leña y con base de piedra fue el alimento básico de una población acostumbrada a pasar hambre y a hacer de lo poco y simple auténticos manjares. Para su elaboración no se precisaba más que harina, agua, sal, masa madre y mucho cariño. Con estos ingredientes se consiguieron los más de 300 tipos de pan que se comercializaban en el Estado, hasta que las prisas y la mecanización sustituyeron lo simple por añadidos en forma de emulgentes, antioxidantes y laxantes en ciertos panes integrales.
El pan que llega a las mesas habitualmente es de elaboración industrial con fermentaciones cortas, que muy poco tiene que ver con los realizados en tahonas artesanales, cuya presencia entra por unos ojos acostumbrado al pan blanco estándar de los supermercados. En numerosas ocasiones, el pan que se nos presenta recién hecho procede de masas congeladas y posteriormente cocido en hornos eléctricos en los que se busca la repidez. Además, se guarda en bolsas de plástico por aquello de una asepsia exterior que poco tiene en cuenta los aditivos innecesarios que lleva dentro.
El consumo de pan ha disminuido en los últimos años, y gran culpa de ello la tiene esa cultura por no engordar que, paradojas de la vida, hace sustituir el bocadillo de pan tierno y crujiente por bollería industrial en la merienda de nuestros infantes o lo poco apetecible de esos panes chiclosos que nada aportan al gusto del consumidor. En cambio, corremos a comernos -sin esperar a que nos traigan el plato- esos panecillos bien horneados que en muchos restaurantes nos sirven a precio de oro.
Resulta incompresible cómo un alimento tan básico en la alimentación y tan sencillo de elaborar que además, ha formado parte de la dieta durante siglos, ha llegado a tal grado de mediocridad. Los consumidores, que tanto amamos a los nuestros, hemos aceptado en haras al precio auténticos engendros que poco recuerdan aquellas hogazas crujientes y tiernas que muchos consumimos en la niñez. Si hemos de andar el camino, hagámoslo como con el vino, subiéndolo a los altares o terminaremos visitando museos donde sorprendidos veremos lo que un día el pan fue.