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Peazo bisho (Charlie Charmer)

Publicado el 05 marzo 2018 por Koprofago
Atraídas por la calma chicha reinante, decenas de ichtiornis [1] se zambullían en picado entre las olas, elevándose de nuevo a los cielos a los pocos segundos, siempre con un pescado aleteando agonizante entre los dientes. Habían dado con un enorme banco de anguillavus [2] pastando foraminíferos en el caldo de microorganismos de la superficie y no iban a desaprovechar la oportunidad por cuatro aletas de selacios que hubieran visto merodear. Craso error. En pocos minutos, el banquete había cambiado de bando.
- Quillo, vaya jartá pajarracos se están merendando los tiburones –dijo Manuel.
- Ojú, no paran –asintió Curro- Y nosotros aquí, a verlas venir.
- Y encima el olorcillo ése que llega del chiringuito…
- Calla pisha, que tengo un agujero en el estómago que me caben el Tetis y su primo de Barbate. Pero, claro, después de tantos meses en paro no tengo pelas ni para cocolitos.
En tierra firme circulaban las liras, los gastrolitos de los lirainosaurios, moneda oficial de Iberoarmórica; en el agua las pelas, su equivalente producto de los elasmosaurios. Si no trabajabas, no tenías liras ni pelas.
- Maldita sea mi estampa. Lo que daría por un peazo celacanto…
- Un filetito morrillo…
- Un peacico tarantelo, aunque fuera de albacora…
- Calla, Manué, que me pongo malo.
- Anda, vamos a que nos fíe unos rebujitos an’ca la Pili, a ver si se nos pasa la gusa con el bolillón.
- Te fía a ti, que la tienes encandilá. A mí no me da ni los buenos días. Además, luego estás tol día meando, que parece que tienes angurria…
- No seas saborío, ¿te vas a quedar ahí, apollardao, mirando como se ponen moraos los selacios?
Curro se rascó las sienes con las aletas. No acababa de comprender porqué siempre les toca pasar privaciones a los mismos. La bahía estaba llena de pescado, pero la mayoría se destinaba a la exportación. Lo mejor. Los humildes mosasaurios del pueblo, legítimos habitantes de la zona, tenían que conformarse con los despojos del despiece y, si acaso, algún pejesapo esmirriado. Eso el que se lo podía permitir.
- Quillo, tengo una idea… ¿Por qué no pescamos un celacanto?
- A ti ta derretío los sesos la caló.
- En serio, ¿quién nos lo impide?
- La Unión Europea, los tratados de libre comercio, la guardia aduanera, la policía de costas y ya verás tú la somanta guantás que te da el tío Pepe como te vea jugar con el pan de sus hijos, ahora ca conseguío que el Ayuntamiento le renueve la licencia de pesca.
- Lo que pasa es que eres un achantao. Pues si tú no vienes me busco a otro… Mira, tu hermano, el Vicentito, sin ir más lejos. Recuerdo que un día me dijo que tenía ganas de ir de pesca. Lo mismo le pregunto.
- Ya te estás pasando, carajote ¿Es que no hay más mosasaurios en el pueblo que te tienes que ir a buscar al rebusquito de mi casa?
- ¿Y a ti que más te da a quien me busque? ¿No dices que no quieres venir? Pues apechuga. Vete a calentarle el verigüé a la Pili y a mí me dejas ir a pescar un celacanto con quien me dé la gana…
La cosa estaba a punto de pasar a las aletas cuando, proverbialmente, apareció Emilio, un veterano halisaurio [3] al que ambos conocían y respetaban desde siempre. Un tipo duro, curtido en los bajos fondos. Había sacado adelante a su familia gracias al estraperlo o el descuido de los bienes de guiris incautos. Pero nunca se había metido en nada sucio como las rayas, que habían hecho de su medio de vida la trata de lampreas o el tráfico de tanja, como se conocía coloquialmente la tambjamina, el alcaloide que segregan los nudibranquios [4].
La mera presencia de Emilio sirvió para apaciguar los nervios. Pero al mosasaurio no se le escapó la tibieza que cargaba el ambiente entre los dos amigos.
- ¿Qué os pasa a ustedes vosotro, que os veo un poco acaloraos?
- Ná, aquí hablando de pesca –dijo Manuel.
- ¿Y qué se pesca?
- Pues poco; o mejor dicho, nada –dijo Curro- Ése es el problema.
- El Curro, que se cree que puede ir a coger un celacanto, así por las buenas.
- Quillo, mapunto.
- Ole, ése es mi Emilio –celebró Curro.
Manuel no daba crédito. No había rastros de ironía en el tono de Emilio, lo decía completamente en serio. Le miró inquisitivo, tratando de averiguar cómo podía desaparecer la sensatez de su congénere así, a la primera de cambio, tras tantos años aguantando el tipo. El halisaurio leyó el reproche en su rostro.
- Ya estoy jarto de tener a los críos a base de aguachirri. El mar está lleno de pescado y el pescado es de todos.
- Pero… pero… ¿y si nos trinca la pasma? –El subconsciente de Manuel le traicionó.
- Malegro que te vengas, Manué –le dijo Emilio; el joven a abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada-. Tú déjame a mí, que a ésos los tengo yo calaos. Lo importante ahora es hacernos con una buena jábega para echarle el copo al bisho.
- Puff, ¿y de dónde la vamos a sacar? La cofradía de pescadores custodia las pocas que hay en el pueblo como si fueran de oro –dijo Manuel.
- Todo son pegas, pisha. Atrás de mi casa hay un montón de posidonia, sólo es cuestión de echarle un rato trenzando.
- Entre tres podemos tardar años –observó Emilio-. Y para tirar de las bandas también necesitamos alguien más. Pero tiene que ser gente de la máxima confianza. Mis críos son muy pequeños y la Maca se tiene que quedar con ellos, pero tengo un sobrino que nos puede ayudar. Es un poco brutote, pero pa esto servirá.
- Yo también conozco a alguien –dijo Manuel, pensando en su rebusquito.
Al llegar el viernes, apenas si podían nadar del sillón al servicio y viceversa. Tenían las aletas llenas de callos, aunque la peor parte la llevó Emilio, que tuvo que acudir a urgencias a que le dieran media docena de puntos tras recibir un sartenazo. Habían reforzado las zonas más críticas de la red con bisos de nacra [5] y la Maca no se tomó muy bien que le desvalijasen el costurero. De manera que postpusieron la pesca para el lunes.
Al caer la tarde, Emilio les llevó a una cala solitaria que juzgó óptima para la pesca. Naturalmente, los mosasaurios pescan bajo el mar, pero las zonas poco profundas resultan idóneas para el arrastre de la red ya que se limita el área por donde la presa puede escapar. Se escondieron tras unas rocas y esperaron. La idea era aguardar a que el objetivo entrara en la bahía y desplegar luego la jábega cortándole la retirada hacia el océano.
Para no alertar al enemigo era fundamental evitar hacer ningún movimiento y guardar silencio absoluto, lo que respetaron escrupulosamente con la ensoñación del deseado filete en mente. El único inconveniente de tal motivación era que, de cuando en cuando, los agujeros que los hambrientos mosasaurios tenían en el estómago dejaban escapar algún gruñido involuntario. Pero cualquier transeúnte no avisado lo habría identificado con un cefalópodo en celo sin darle más vueltas. Al cabo de un par de horas, tenían los músculos entumecidos y los nervios a flor de piel.
- Me parece nos volvemos con la misma gusa que hemos traío –dijo Manuel, cansado de esperar en vano.
- Cállate la boca, mamarrasho –dijo Curro-, ¿no ves que va a espantá la pesca?
- ¿Qué pesca ni que niño muerto? Aquí lo único que vamo a pescá es una pulmonía, que viene una corriente de levante tela de fría…
- Después de to lo que hemos aguantao, tanto curro y tanto esperar, pa que salga el bocachancla éste a joderlo tó –se impacientó Vicentito, dejando escapar toda la tensión acumulada contra su hermano desde que se pelearon por el primer chupete.
- ¡Chissssst! ¡Callarse, coñio! –dijo Emilio, con la aleta apretada entre los dientes y echando fuego por los ojos, para inmediatamente señalar a una sombra que se acercaba velozmente por poniente.
Los hermanos olvidaron ipso facto sus rencillas pasadas, presentes y futuras, y todos pegaron la espalda a la roca, conteniendo la respiración para evitar burbujas delatoras. La silueta se aproximaba rápida pero cautelosa, nadando en zigzag y evitando los arrecifes. Emilio la observaba por una fisura de la roca, mientras sostenía la aleta en alto como un director de orquesta a punto de marcar el compás inicial, pese a que ya habían dejado claro que no desplegarían el copo hasta que el pez hubiera sobrepasado su posición.
De pronto, la tez del halisaurio mudó de color al rosa más pálido y lo que hizo con la aleta fue taparse los ojos. Los chicos se quedaron mirándole, estupefactos, hasta que el invitado que esperaban pasó sobre las rocas y comprendieron. En lugar del deseado celacanto, se les había colado una raya. Y al cabo de un par de segundos, le siguieron otras dos. Tres mantas en una playa solitaria como ésa y a aquellas horas de la madrugada sólo podía significar una cosa: un desembarco de droga en toda regla. En cuanto la distancia fue suficiente para escapar a los oídos de los batoideos, Emilio se dirigió a la cuadrilla:
- Pues aquí acaba la aventura por hoy.
- ¿Y si buscamos otro sitio? –dijo Curro, cuyas tripas rugían de nuevo, con inusitada furia.
- Mañana, hoy ya es muy tarde –dijo Emilio.
- Sí, vámonos antes de que vuelva esa gentuza… -Antes de que Manuel llegase a terminar de pronunciar estas últimas palabras, las tres rayas regresaron a toda velocidad.
- Si ya lo sabía yo. Este tío es gafe –dijo Vicentito mientras trataba de esconderse entre las rocas junto a los demás.
Las mantas pasaron a toda velocidad sobre los mosasaurios, que aún estaban admirando las burbujeantes estelas que dejaron como rastro cuando una nueva amenaza les hizo comprender el motivo de aquella desbandada. Tres grandes puntos negros avanzaban entre la negrura del océano directos hacia ellos. En cuestión de segundos, las manchas triplicaron su tamaño, ampliándose hacia los lados y hacia arriba con las siluetas características de las aletas de los temibles tiburones cretácicos.
- Ojú, la pasma –dijo Emilio, en cuyos ojos se reflejaba una cerval selacofobia, fruto sin duda de experiencias mal cicatrizadas.
- ¿Qué tienes ahí? –preguntó Vicentito a su hermano, que le daba vueltas nervioso a un paquete primorosamente atado.
- No sé. Me cayó encima cuando pasaron las rayas…
- ¡Tira eso, desgraciao! –le espetó Emilio- ¡Como te pillen los grises, no sales del talego hasta que se seque el Tetis!
Desgraciadamente para Manuel, las narinas de los carcharias están entrenadas para detectar estupefacientes a enormes distancias.
- ¡Alto a la policía! –gritó el que encabezaba la formación.
Emilio fue el primero en emprender la estampida, aprovechando una corriente submarina próxima a su escondite. Manuel le siguió, nadando como alma que lleva el diablo. Los selacios modificaron inmediatamente su trayectoria, enfilando el sentido de la corriente conducidos por su olfato.
Pero, tras las rocas, Vicentito no estaba dispuesto a que nadie que no fuera él pegara a su hermano. Justo cuando pasaban a su lado, le hizo una seña a Curro y al sobrino de Emilio y, dando un salto, se abalanzaron sin pensar contra las fuerzas del orden, jábega en ristre.
- Pero, ¿qué carajo….? –dijo uno de los carcharias enrendándose en el copo.
Al tratar de evitar la trampa, otro de los tiburones se estrelló contra las rocas, con la mala suerte de aterrizar de boca, rompiéndose una docena de dientes y resultando seriamente magullado, quedando fuera de combate. El tercer escualo tuvo más suerte y pudo meterse en la corriente, continuando la persecución sin pararse a conocer la suerte de sus compañeros.
Los tres jóvenes mosasaurios tiraron de la red con todas sus fuerzas, mientras el selacio aleteaba con rabia, enredándose más y más.
- No hemos pescado un celacanto, pero este bisho tampoco está mal, jajaja –dijo Vicentito.
- Cómo tira el condenao –dijo Curro, apretando los dientes.
- Ya se cansará, tu aguanta ahí que este escualo no se nos escapa.
- ¿El cualo? –preguntó el sobrino de Emilio.
- El escualo –trató de aclararle Curro.
- ¿El escuálido?
- Este tío es bobo…
El carcharias terminó bruscamente con la conversación virando a babor con todas sus fuerzas, arrojando de un empellón al suelo a Vicentito y llevándose a rastras entre el coral a los otros dos chicos, golpeándolos con cuanto encontraba a su paso.
- Aguanta, chaval –gritó Curro, en parte para arengar a su compañero y en parte para exorcizar el dolor que le recorría la espina.
- A mí éste no me gana a bestia –dijo el sobrino de Emilio, agarrando la red con aletas y dientes.
Un nuevo viraje del selacio posibilitó a Vicentito reengancharse el aparejo, pero aquel corpulento tiburón continuaba siendo un rival desigual aún siendo tres en lugar de dos críos. El copo parecía estar jugando con los jabegueros como un moscardón que llevara pegada una telaraña de flor en flor.
- No… puedo… más… -dijo Curro al límite del desmayo, con las aletas en carne viva.
- Aguanta, quilloooo –trató de animarle el sobrino de Emilio, con las encías sangrando.
Cuando todo parecía estar decidido, la corriente devolvió a Emilio y Manuel, que habían vencido su pánico inicial para volver junto a sus familiares. Asombrados al ver la presa que los críos habían capturado, se apresuraron a colaborar en la pesca y, con aquellos refuerzos, pronto la ventaja cambió de bando y pudieron reducir al pescado, que terminó arrojando la toalla.
- Ole mi hermanito, ya me veía en la trena con traje de faena –dijo Manuel -¿Y el otro poli?
- Ahí tirado hecho pulpa, ¿y el que salió corriendo tras ustedes vosotros?
- En cuanto este mamón soltó el paquete –dijo Emilio, señalando a Manuel-, nos dejó en paz. Lo menos había cuarto kilo tanja. Con eso tiene bolillón para todo el mes.
- Ya se sabe que si la pasma persigue a las rayas es por las otras…
- Soltadme, cabrones –gruñó el carcharias, echo un ovillo en el copo-. Se os van a caer las escamas…
- ¿Y qué vamo a hacé con éste peazo boliche? –preguntó el sobrino de Emilio, ignorando las amenazas del agente.
- ¿No salimos a pescar pa matar la gusa? Pues nos lo llevamos an’ca Conil y que la Pili nos haga unos espetos, que a buen hambre no hay madero duro.
- Pisha, Curro. Tú sí que sabes. Cuando vea el pescao que le llevamos nos lo guisa vestida de faralaes.
CHARLIE CHARMER
-----[1] Ave dentada con el pico compuesto por varias piezas, como el del albatros.[2] Anguila prehistórica que todavía conservaba las aletas pélvicas.[3] Mosasaurio pequeño, de menos de cuatro metros.[4] Moluscos sin concha de colores vivos. Algunas especies son transparentes y las hay incluso luminosas.[5] La seda marina procede de un molusco bivalvo llamado Pinna nobilis o nacra, con cuyos filamentos, llamados bisos, se obtienen hebras para bordados.

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