Revista Ciencia

Pensamiento y emociones

Publicado el 10 diciembre 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario

Hay un breve ensayo sobre la doctrina de Epicteto en el que la filósofa Mónica Cavallé recurre al pensamiento del estoico para aclarar los frecuentes malentendidos que existen en torno a la relación entre pensamiento y emociones.

Cavallé resume en tres las ideas fundamentales de Epicteto. Primero: no son las cosas las que nos disturban, sino nuestra opinión sobre ellas. La causa de las emociones radica en la forma en que las interpretamos, significamos o valoramos. Y las emociones, a su vez, mueven a la acción, usualmente automática:

Si nuestra valoración de un hecho es positiva, nos sentiremos serenos, estimulados, confiados, alegres o eufóricos; si es negativa, sentiremos desánimo, desinterés, frustración, vergüenza, culpa, desprecio o ira. A su vez, la valoración emocional provocará en nosotros un impulso: un movimiento interno de deseo o rechazo, de atracción o repulsión, y un movimiento externo ordenado hacia el acercamiento o hacia la retirada.

Estos opuestos determinan qué consideramos bienes  y qué estimamos como males.

Así, “no es posible desear algo que no se haya juzgado previamente como conveniente”. Pensamiento y emociones están conectados. Si se tiende a creer lo contrario, ello es debido a que la ideología, el discurso social y cultural inculcado por las circunstancias, es una programación automática que dirige nuestro diálogo interno. Dice Epicteto:

Recuerda que no ofenden el que insulta o el que golpea, sino el opinar sobre ellos que son ofensivos. Cuando alguien te irrite, sábete que es tu juicio el que te irrita.

Segundo: somos libres para intervenir en el ámbito de nuestras representaciones.

Con el término “representación”, se refiere al conjunto de juicio, emoción e impulso. Si somos libres al respecto, es porque hay una forma de aprehensión más profunda que sirve de alternativa al comportamiento automático de la representación, una capacidad para detectar estos automatismos y decidir dejarse o no llevar por ellos.

Esta alternativa se caracteriza por: la capacidad para discernir entre las representaciones y lo representado; la libertad para decidir no ser arrastrados por la representación; la capacidad para identificar el núcleo del ser humano, el auténtico “principio rector”, y, por tanto, no confundir el origen de la dignidad con otros aspectos que en realidad le son ajenos:

‘¿Qué tiene que ver contigo?’ Que ‘alguien habla mal de ti’. ¿Qué tiene que ver contigo? Que ‘tu padre prepara tales cosas’. ¿Contra quién? ¿Verdad que contra tu albedrío no? ¿Cómo iba a poder? Sino contra el cuerpecito, contra la haciendita. Estás a salvo, no es contra ti”.

Tercero: hay una diferencia entre lo que depende de nosotros y lo que no.

Lo primero se resume en nuestra capacidad para decidir sobre las representaciones, es decir, cómo interpretamos los hechos de nuestra vida; lo segundo, lo que no depende de nosotros, es “todo lo demás”: fama, riqueza, suerte, salud, etc. Estas cosas son indiferentes para la ética, ni buenas ni malas, independientemente de que puedan resultar más o menos apetecibles; sólo aquello que puede incumbir al “albedrío” o “principio rector” puede ser calificado de bien o mal.

Así, por ejemplo, estar sanos o enfermos no depende totalmente de nosotros. Podemos y debemos poner los medios necesarios para cultivar una buena salud y para prevenir la enfermedad, pero hay factores que confluyen en nuestro estado de salud, posibilitándolo u obstaculizándolo, que escapan a nuestro control, y nadie está a salvo de una enfermedad inesperada, de un accidente fortuito o de la decadencia natural de la vejez. Por eso, aunque el bienestar físico es un estado deseable, y la salud y la enfermedad pueden considerarse, respectivamente, un bien y un mal relativos, no constituyen un bien y un mal absolutos y, desde luego, no lo son en lo que concierne a nuestra humanidad. No es mejor persona la sana que la enferma. En cambio, el ser humano que acepta serenamente su padecimiento sí es mejor ser humano (más fiel a lo más elevado de sí mismo) que el que se deja arrastrar por la aprensión o el desaliento, que el que adopta aires de víctima y hace un drama de su mala salud, o bien, que aquel al que, estando sano y físicamente boyante, le carcome el temor ante la enfermedad.

Cualquier emoción es, por tanto, el resultado de un pensamiento incrustado:

En otras palabras, no somos pasivos frente a nuestras emociones; éstas no están determinadas automáticamente por ciertos incidentes o situaciones, o por factores genéticos, fisiológicos o temperamentales. Como ya señalamos, incluso en los casos en que nuestra evaluación inicial de un hecho se pueda considerar involuntaria pues se origina en nuestro instinto de auto-defensa y supervivencia, en algún condicionamiento visceral infantil o en cualquier otro tipo de condicionamiento profundo, la emoción sólo se establece y perdura en nosotros si reiteramos sostenida y activamente la evaluación espontánea inicial.

[...]

Como nos hace ver Epicteto, emociones negativas como la depresión, la ansiedad, la culpabilidad, la ira o el deseo de venganza están originadas en un mal uso de nuestras representaciones; se sustentan en juicios deficientes sobre la realidad y, por ello, son siempre manifestaciones de ignorancia”.

Y hay que tener en cuenta que emociones negativas no son sentimientos como el dolor o la tristeza, sino que se denomina así únicamente al “sufrimiento inútil e innecesario que resulta de la no aceptación de lo inevitable”.

El dolor no es una emoción negativa cuando es la respuesta coherente y proporcionada a una situación, por ejemplo, a la pérdida de un ser querido. La angustia, la desesperación o la depresión sí serían, en cambio, respuestas emocionales negativas ante dicha situación, pues no se explican directamente por el hecho en sí, sino siempre por la mediación de una determinada y cuestionable forma particular de interpretarlo”.

Es decir, las emociones negativas no son las que provocan impulsos de retirada y repulsión, sino las que se fundamentan en la ilusión interpretativa que otorga valor ético, de bueno y malo, a aquello que simplemente es neutro porque no depende del principio rector del ser.

Y esto entronca directamente con los cantos de sirena del pensamiento positivo, por un lado, y la pasividad que reniega de toda responsabilidad, por otro:

Un espectro de nuestras emociones negativas se sustenta en la distorsión cognitiva que nos hace creer que depende de nosotros lo que en realidad no depende de nosotros, es decir, que tenemos o debemos tener capacidad de control sobre aquello sobre lo que, en último término y de forma plena, de hecho no la tenemos. Esta percepción errada suscita un afán desordenado de control y de seguridad que obstaculiza la aceptación de lo inevitable: nuestros límites, nuestras acciones pasadas, la realidad ineludible de la muerte, el dolor y la enfermedad, la impermanencia de todo lo existente, la impredecibilidad de la vida, etc. En este error del pensamiento se enmarcan estados emocionales que van desde la ansiedad, el temor crónico y la preocupación excesiva hasta el pánico. Las actitudes supersticiosas y algunas formas inmaduras de religiosidad pertenecen a esta categoría. También pertenecen a ella ciertos desarrollos del movimiento denominado “nueva era” que sostienen que somos los creadores, ya no sólo de nuestras actitudes y disposiciones interiores, sino también de la totalidad de nuestras circunstancias (en una actitud de ingenua omnipotencia que pretende eludir el peso que tienen en ellas los factores genéticos, físicos, ambientales, socio-culturales e históricos).

[…]

Un segundo espectro de nuestras emociones negativas se sostiene en la percepción errada contraria, la que nos hace sentirnos pasivos ante situaciones sobre las que sí tenemos capacidad de influir, la que nos impide tener una disposición dinámica y responsable frente a aquello que sí depende de nosotros, como, por ejemplo: cuando justificamos nuestras reacciones o emociones negativas diciendo que “es que somos así”, que “cómo no vamos a estar desmotivados cuando todo es tan poco estimulante”, que “cómo no vamos a estar deprimidos si el mundo es como es”; o cuando renunciamos al empeño activo por transformar las circunstancias personales y sociales injustas o insatisfactorias amparándonos en el carácter ínfimo de nuestra posible aportación o en el supuesto carácter inevitable de dichas circunstancias  —cuando lo cierto es que, si bien estas últimas no dependen siempre y totalmente de nosotros, si depende de nosotros intentar cambiarlas en el momento y en la medida en que ello resulte posible y conveniente—.

Comprender la ideología subyacente a todo impulso es el primer paso para no caer en las trampas del tan sugerente hábito de regirse por las emociones como si de oráculos modernos se tratase, y encaminarse hacia la aceptación final de una realidad en la que, como expresan las cuatro nobles verdades del budismo, el sufrimiento no es una ilusión; existe y ha de ser integrado, pues tarde o temprano alcanza a todos.

Y en esto, como se recuerda en otra entrada sobre la ignorancia y la infelicidad, el esfuerzo es una necesidad. La mente no cambia por esperar que así sea.

Para terminar, es inevitable citar en este contexto al budista Matthieu Ricard y su libro En defensa de la felicidad: el tratamiento de las emociones es la forma de liberarse del sufrimiento; no se trata de reprimirlas, pues resurgirían con más fuerza, sino en permitir que se formen y se desvanezcan sin dejar marca. Continuarán surgiendo, pero ya no se acumularán y perderán gradualmente su poder para esclavizar al individuo:

Podría pensarse que las emociones conflictivas –la cólera, los celos, la avidez – son aceptables porque son naturales y que no es necesario intervenir. Pero la enfermedad es también un fenómeno natural y no por ello sería menos aberrante resignarse a aceptarla como un ingrediente deseable de la existencia. […] A primera vista, el paralelismo puede parecer exagerado. Pero, si nos fijamos mejor, no queda más remedio que constatar que dista mucho de carecer de fundamento, pues la mayoría de los trastornos interiores nacen de un conjunto de emociones perturbadoras.

[...]Los estudios psicológicos llegan a unas conclusiones opuestas a la idea preconcebida de que dando libre curso a las emociones hacemos que disminuya temporalmente la tensión acumulada. En realidad, desde el punto de vista psicológico, lo que ocurre es todo lo contrario.

Dejando sistemáticamente que las emociones negativas se expresen, contraemos hábitos de los que volveremos a ser víctimas en cuanto su carga emocional haya alcanzado el umbral crítico. Por añadidura, dicho umbral descenderá cada vez más y montaremos en cólera cada vez con más facilidad.

Al mismo tiempo, las personas capaces de controlar sus emociones, son las que manifiestan un carácter altruista cuando se enfrentan al sufrimiento de los demás. En cambio, “a la mayoría de las personas hiperemotivas les preocupa más su angustia ante la visión de los sufrimientos de los que son testigos que la forma en que podrían ponerles remedio.


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