Revista Cultura y Ocio
Limpio en el cine, y es fantástico. Puedo recoger toneladas de basura en un breve período de tiempo. Basura en las salas, en sus salas. Comida y bebida pegajosa, a medio deglutir. Lo mejor es el poco respeto que la gente muestra por sí misma. ¿Por qué recoger sus propios desechos si pueden dejarlos caer donde minutos antes gozaban sentados y en trance? ¿Es que no piensan venir al cine nunca más? ¿Es que ellos mismos quisieran volver a esta sala y situar sus lipidosos culos sobre montones de palomitas caídos de bocas ajenas? ¿Toquetear con sus manos los perfumados líquidos que otros ellos abandonaron? No, pero es que para eso están los chicos. A la gente le gusta que recojan su inmundicia; les hace sentir poderosos por un día. Esa es nuestra función.
Así pues, cuando la soberana masa evacua la sala, abandonado zoco caliente rico en olores y texturas, entro yo a limpiar. Enfrentado a Goliath sin ser un David no puedo salir victorioso, y debo correr y sudar para recoger a tiempo los kilos y kilos de basura que la buena gente ha olvidado a su paso, en filosófico reflejo -permítanme pensar- de su propia contingencia y descomposición. El otro día escuché que alguien me daba las gracias, y pensé que eso estaba bien, que le reconociesen a uno que hace algo bueno, con cierto deje de vergüenza en la voz incluso, de vergüenza ante esa humanidad que respeta y se respeta tan poco. Respondí con un sonoro a usted y buenas noches, mas cuando alcé la vista del mar de mierda para observar por medio segundo a mi interlocutor vi que el tal no existía: el traidor se dirigía a alguna oreja importante al otro lado del móvil, mientras con la gracia de la costumbre depositaba, en precario equilibrio, sus palomitas sobre cualquier sitio.