Revista Cine
Sergio Tello, un lector de este blog, me informó de su cumpleaños el día de ayer y, ya entrado en gastos, me pidió que si no tenía por ahí, arrumbada, alguna crítica de esta, aquella o esta otra película. Y, sí, encontré un texto escrito y publicado hace más de una década. A ver qué les parece, con toda el agua que ha pasado bajo el puente.
Jack (Edward Norton) es un yuppie cualquiera que trabaja en una compañía automovilística, calculando el costo de los accidentes y la posibilidad de que éstos puedan terminar en demandas cuantiosas y lesivas. Todo parece estar resuelto en su vida, pero (qué novedad) no es feliz. De improviso, su rutina sufre un giro inesperado cuando este joven ejecutivo de 29 años conoce a Tyler Durden (Brad Pitt), un extraño fabricante de jabón, con quien trabará fortuitamente una sólida amistad. Juntos fundarán un exclusivo club –que luego se volverá multitudinario- en donde la única regla que vale es darse de catorrazos hasta cansarse.
Jack nunca se había sentido mejor: Sangrar, golpear, escupir un diente o terminar con la frente rota: uno nunca sabe donde está escondida la felicidad. Lástima que Marla (Helena Bonham Carter con look de La Novia de Frankenstein/Whale/1935), una freak que asiste por diversión a grupos de ayuda a desahuciados, se interponga entre Jack y Tyler. Y lástima, también, que a Tyler le haga falta uno que otro tornillo... Se trata de El Club de la Pelea (The Fight Club, EU, 1999), cuarto largometraje de David Fincher, una suerte de nueva versión de El Juego (Fincher, 1997), sólo que ahora el espectador ocupa el lugar del odioso ejecutivo Michael Douglas.
Pero empecemos por partes. Pareciera que algunas cintas hollywoodenses de fin de siglo están preocupadas por sorprender al espectador no tanto con sus efectos especiales digitalizados sino con sorpresas argumentales que terminan dándole una perspectiva diferente a la película que uno acaba de ver –recuérdese el caso reciente de El Sexto Sentido (Shyamalan, 1999). Otras han optado por decodificar/desmontar los tics del género explorado, al modo de Ojos Bien Cerrados (Kubrick, 1999) o Limbo (Sayles, 1999). O puede darse el caso de querer volver a los orígenes del cine, visto éste como una genuina fuente de asombro para un público aún ingenuo o que quiere jugar a serlo, como en el caso de El Proyecto de la Bruja de Blair (Myrick y Sánchez, 1999).Algo de todos estos síntomas están presentes en El Club de la Pelea. Está ahí la sorpresiva vuelta de tuerca que cambiará radicalmente la cinta que estamos viendo; también la decodificación genérica al optar Fincher por una narración en off típica del film noir, sólo para usarla de una manera referencial, desnudando brutalmente los artilugios narrativos clásicos; por último, también vemos en el filme un claro deseo de conectarse con un público elegido (“de 26 a 33 años es la edad ideal para ver el filme”, ha declarado Fincher) al que el confuso y ambiguo discurso nietzscheano de la cinta parece haberle fascinado (habría que ver si es cierto, como he leído por ahí, que en Estados Unidos se abrieron varios clubes similares al que se muestra en la película).Ahora bien: ¿de dónde viene el revuelo que ha provocado la cinta? ¿Se debe a la hiperquinética narrativa de Fincher, que en los primeros 45 minutos no conoce descanso? ¿Es por el ataque al materialismo estadounidense, discurso pergueñado por un cineasta que llegó hasta donde está gracias a la dirección de videos de Madonna y a la hechura de comerciales exitosos? ¿O será que, efectivamente, el nihilista discurso de Tyler ha dado en el clavo en un segmento de la población, tan cínico y desencantado como Jack? En todo caso, auguro que El Club de la Pelea dará mucho de qué discutir en los meses y años siguientes. Muchos se sentirán traicionados y hasta ofendidos en sus expectativas –como se sintieron con Ojos Bien Cerrados o Limbo-; otros pensarán que estamos ante otra sobrevalorada cinta-síntoma de fin de siglo, como acaso lo es El Proyecto de la Bruja de Blair. Algunos más se sentirán atraídos por la divertida sátira de la sociedad estadounidense, realizada con brillantez técnica acostumbrada por parte de Fincher. Otros más atacarán la inquietante puerilidad de su discurso temático. Y todas estas visiones, en realidad, serán complementarias, más que excluyentes. Para bien o para mal, Fincher nos ha llevado otra vez a El Juego. Más bien, a Su Juego.