Revista Cine
El asiduo lector que se identifica en twitter como @elcastillo me preguntó si podía rescatar lo que escribí en su momento de Promesas Peligrosas. Como no. Va lo que escribí hace más de tres años:
¿De plano se cambió de carril David Cronenberg? ¿El auteur obsesionado por la fusión del cuerpo y la tecnología (Videodrome/1983, Crash, Extraños Placeres/1996, eXistenZ/1999) quiere ser no más que en un reputado cineasta de género? ¿El perverso mind-fucking, fascinado por el horror provocado por la rebelión de nuestra mente y nuestro cuerpo (Telépatas: Mentes Destructoras/1981, Zona Muerta/1983, La Mosca/1986, Spider/2002) ha sido finalmente domesticado por la industria? Las preguntas surgen porque, en estricto rigor, su largometraje número 18, Promesas Peligrosas (Eastern Promises, EU-GB-Canadá, 2007), no es más que una película de mafiosos cuya bien tramada historia toma elementos comunes de muchas otras cintas similares. Tenemos, por ejemplo, al viejo mafioso preocupado por la integridad de su familia al estilo de El Padrino (Coppola, 1972); tenemos también la admiración/rivalidad entre los dos herederos del anciano gangster, el hijo biológico pero débil (Vincent Cassel), y el hijo putativo pero fuerte (Viggo Mortensen), como en Camino a la Perdición (Mendes, 2002); y hasta tenemos la infaltable investigación policial que trata de arrancar desde sus raíces el emporio criminal que dirige con modales amables pero mano de hierro el viejo ruso inmigrante Semyon (Armin Mueller-Stahl, paternalmente siniestro) en el Londres contemporáneo. Mas aún: el McGuffin que echa a andar la acción roza el franco chantaje sentimental: la traducción al inglés de un diario escrito por una prostituida muchachita rusa 14 años de edad que, además, murió a dar a luz a su bebé, producto de una violación. La historia, pues, no tiene nada de original y, sospecho, en manos de cualquier otro cineasta, el asunto no hubiera pasado del promedio. Pero la trama cayó en manos de Cronenberg y, con su brillante ejecución, evapora toda rutina, todo sentimentalismo. La narrativa fílmica del canadiense combina un sobrio clasicismo funcional (cámara de su colaborador habitual Peter Suschitzky) con un virtuoso manejo de la violencia, tan gráfica como necesaria, tan directa como depurada (¡esa secuencia de la pelea en los baños públicos de vapor!). Además, Cronenberg contó nuevamente con Mortensen para encarnar a su ambiguo y misterioso (anti)héroe y, como sucedió en Una Historia Violenta (2005), el actor neoyorkino entrega aquí una actuación notable: no sé si su Nikolai habla un buen y creíble ruso pero, por lo menos, parece un genuino y estoico mafioso siberiano (y también parece, de pasada, por su rasgos y peinado, una versión juvenil del propio David Cronenberg). Así que, volviendo a las dudas iniciales: ¿Cronenberg ya se nos ablandó? Para nada: en el universo de este frío y calculador estudioso de las patologías humanas, la simple alegoría casi bíblica de una huérfana rescatada por la bondad de una (dizque) Sagrada Familia, no sirve más que como violento prólogo de una historia que apenas inicia en el encuadre final.