Revista Coaching

Píldora contra el ego (Cuando la ira se instala en el piso de abajo)

Por Maria Mikhailova @mashamikhailova

Lo llaman uno de los 7 pecados capitales. La ira, el odio, la destrucción, la violencia, el maltrato, la intolerancia, la crueldad… hay muchos sinónimos, demasiados matices.

John Ellingsworth

Lo oyes, lo ves en la televisión, te llegan noticias por internet, y sobre todo: lees libros, comics, ves películas, series, hasta dibujos… sangre, muertos vivientes, asesinos en serie, robos, asaltos, secuestros, violaciones. Esto vende. El morbo, el dolor ajeno, el miedo… todas nuestras pasiones ocultas, todo lo que tememos y nos da pavor en la vida real, ¡vende y mucho!

¿Pero qué ocurre cuando la ira se instala en el piso de al lado? Anoche ocurrió algo inusual. Miento: es algo desgraciadamente demasiado usual, pero no solemos, por así decirlo, presenciarlo demasiadas veces. Unos gritos en un piso cercano al mío hicieron aparecer una extraña mueca en mi rostro primero, me escandalizaron minutos después y finalmente hicieron que empezara a preocuparme en serio por la integridad y la vida de una mujer que ni siquiera conocía, una a la que el hombre de la casa llamaba con voz desgarradora loca y zorra. El hombre gritaba sin parar, tal vez tenía alguna deficiencia mental, pues lo repetía con demasiada frecuencia, forzando sus cuerdas vocales en una respiración agitada. Se oían golpes, pies corriendo, dispuestos a romper el suelo, gritos del hombre y llantos de un niño y de la mujer o solo de la mujer o de varios niños.

Lo confieso: pasé miedo. Y me dije: es increíble hasta dónde puede llegar el ser humano. ¿Qué le habrá hecho la pobre mujer? Aunque le hubiera engañado con todos los hombres del planeta, ni aun así tenía derecho su supuesta pareja de gritarle así. Era oír una película de miedo en directo, pensando posiblemente que de ti, de una llamada al 112, depende que esta mujer se salve.

Para los que preguntan por el desenlace de esta infeliz ocurrencia, sólo diré que finalmente llamé a la policía, la cual no consiguió entrar en el piso de abajo, puesto que todo de repente respiraba calma y paz. El hombre se habría asustado, la mujer probablemente también.

Me costó dormirme después de aquello. Mi cabeza daba vueltas y vueltas a un mismo pensamiento: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Y ya no se trataba de que ese hombre fuera malo, maníaco, loco, maltratador… que posiblemente lo era, aunque no le he visto en mi vida, sólo me llegaron sus gritos, sus insultos, los golpes que se oían, los pies corriendo, la mujer sollozando, tal vez algún niño.

Pero el problema no era, no es solamente este hombre. Somos todos nosotros. Soy yo. Este hombre demostró un preocupante grado de degradación, una absoluta de falta de empatía, de un vacío de amor enorme al que el mundo ha llegado. Él es sólo un ejemplo de aquello en lo que todos podemos convertirnos. Sí, todos. O casi todos. Hasta yo. Yo sentí la ira, cuando oí sus gritos. Sentí miedo que sentía en mucha mayor medida la mujer que lloraba o el propio hombre que la insultaba a gritos.

Puede que nunca lleguemos a este extremo ni este pobre loco llegue a cometer el peor de los actos: un asesinato pasional, pero todos llevamos ese germen dentro. A todos nos puede volver locos una conversación con la que para nada estamos de acuerdo, una opinión política contraria, un espectáculo espeluznante como un matadero en plena acción o una corrida de toros… y aunque defendamos lo que creemos justo –y puede que de verdad lo sea, objetivamente lo sea–, nos invade esa sensación de ira, esa hormona llamada adrenalina que acelera nuestro latido del corazón, aumenta la sudoración, colorea el rostro, vuelve temblorosas nuestras manos.

¿Cuántas veces hemos discutido a lo largo de esta semana con alguien? Sea por facebook, por teléfono, en persona, en un café, en la sobremesa…? ¿Cuántas veces hemos criticado al político de turno duramente, hemos expulsado nuestro odio hacia el que no nos entiende o simplemente juzgado a nuestro vecino por ser peor que nosotros?

Se dice que lo que más te molesta de los demás, lo llevas dentro tú también. Sí: el primero en cambiar eres tú, el primero en cambiar soy yo. No soy muchísimo mejor que este vecino mío al que no conozco y espero no conocer. Soy irascible, soy débil y tengo mucho miedo: miedo de que me ataquen, de que me hagan daño, de que me peguen, de que me insulten, de que me ignoren o se burlen de mí.

¿Hay solución a todo esto? ¿Tal vez esa ira es lo que nos hace también humanos? Os lo confieso: no lo sé. Simplemente que hoy me ha llegado una minidiscusión de una pareja en el café donde estoy sentada ahora mismo. Ese tipo de minidiscusiones que a veces sufro yo también: ese elevar un poquito la voz, ese pisar al otro mientras intenta exponerte su postura. Y he sentido rechazo, me pareció que yo también soy así, que yo tampoco respeto, tampoco escucho, también quiero tener razón, parecer mejor, ganar… y sé que este no es el camino.

Creo que exponernos alguna vez a nuestros peores defectos puede ser algo necesario para vernos desde fuera, bajo un prisma ampliado, ver exagerados nuestros fallos es muy útil para comprender que todo lo que nos rodea nos recuerda siempre lo que ya llevamos dentro. Un perro ladrando no suele importunarnos demasiado. Un vecino amenazando a su mujer, sí. Porque la violencia tiene muchos grados. Y es importante darse cuenta a tiempo en qué escalón estamos. Y procurar bajar.

El ego, el eterno ego que tanto quiere tener razón, puede ser un poco apaciguado. Y la píldora al problema es ésta: darte cuenta de tu ego y añadir pequeñas dosis de humildad.


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