Revista Vino
En tu vida como enófilo, hay momentos en que puede suceder: "no por ello dejamos de sentir y experimentar que somos eternos. Pues tan percepción del alma es la de las cosas que concibe por el entendimiento como la de las cosas que tiene en la memoria...los ojos del alma, con los que ve y observa las cosas, son las demostraciones mismas. Y así, aunque no nos acordemos de haber existido antes del cuerpo, percibimos, sin embargo, que nuestra alma, en cuanto que implica la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad, es eterna, y que esta existencia suya no puede definirse por el tiempo, o sea, no puede explicarse por la duración" (Spinoza, Ética, parte quinta, proposición XXIII). La forma en que bebemos y aprendemos es a base de martillazos sentimentales. Pocas cosas quedan, pero las que lo hacen, atraviesan los ojos físicos y su sonido llega a las orejas, más que a los ojos, del alma. Son los que escuchaba Spinoza cuando formulaba (geometría es) la inmortalidad. Son los que sentí yo, el pasado viernes por la noche en Monvínic, en una cata vertical de Viña Real de CVNE (2005 1996 1991 1987 1981 1978 1962 1952 1951 1949 Corona blanco semidulce de 1939), la taumaturgia de la cual propiciaron Luis Gutiérrez (PNG) y Victor Urrutia (CEO de CVNE). Pla me mataría si leyera esto.
No tomé fotos serias (pido disculpas porque las que muestro son de pobre calidad, tomadas con los ojos de un gato...) porque quería una cata y una cena zen: concentración absoluta en la bebida y en la comida. No quería escribir ni tomar notas. No pudo ser. Unos pocos aldabonazos en esa noche me llevan a estas palabras que extraigo de la memoria del aquí y del ahora porque forman parte ya de la inmortalidad de mi vida como enófilo: siempre estarán en mi presente y recurriré a ellos cuando los necesite. Ahí estaban antes de que yo llegara. 2005 y 1996 son vinos de una dimensión moderna, su alma no tiene nada que ver con sus hermanos mayores. Bodega nueva, inoxidable, más madera, maloláctica completa. 1991 es el primer vino antiguo, uno de los que más me gustan: clásico con furia, matices animales y de la bodega de siempre, levaduras, gran proyección. El resto sonó incomprensiblemente igual (87, 81, 78) hasta llegar al primer aldabonazo serio: 1962. 52 y 51 pasaron de puntillas, el primero con problemas. Segundo aldabonazo: 1949. En estos últimos, la presencia de la garnacha es grande (40%) y la larguísima y vieja madera aporta una estabilidad y una frescura dignas de reflexión y estudio. Dos sabios pasaban por allí y apuntaron que, quizás, no hubieran hecho la maloláctica. En este momento, son más atractivos en el paladar que en aromas. En cualquier caso, únicos en su entereza. Tercer aldabonazo: Corona blanco semidulce del 39. Los hombres del pueblo, volviendo del frente, camino de Francia, o ya muertos. Las mujeres dejan que la cosecha de viura repose en las cepas. Mucho frío en el alma. Mucho frío en el campo. Una vendimia muy tardía. Un mosto hecho vino que pasó treinta años en barricas olvidadas y cuarenta en botellas no menos olvidadas. Era mi segunda oportunidad. Sabía qué comeríamos después, sobre todo como plato principal. Olí, bebí y guardé el resto.
Cuarto aldabonazo. Para un aprendiz de gourmet era una de los hitos de la noche, e incluyo en la afirmación lo sucedido en la cata: faisan à la Sainte-Alliance. El chef Sergi de Meià se atrevía con una de las recetas míticas de la caza, en un tiempo y un siglo (Spinoza siempre en mi cabeza) en que esta palabra tenía un sentido casi litúrgico. El faisán casi es lo de menos (la carne llegó algo seca, demasiado entera). Es el pretexto necesario para llegar al momento culminante: el relleno que consagra, en un plato, la migración de la becada, de Rusia a Inglaterra pasando por Austria. Y cocinada en Barcelona...Porque el relleno, que mal se observa en la foto superior, es la primera cuestión: la carne desmenuzada de la becada. Un prodigio de texturas y de sabores de bosque nevado. Y aquello que casi no se observa es la segunda cuestión, casi la primordial. Los menudillos de la becada y los del faisán, majados con trufa y mantequilla, flambeados quizás, untan la galleta que se intuye como base del plato. Es la parte más cálida del bosque, es la profundidad de la noche del cazador, es la sublimación del cocinero que captura esa alma y permite que, por fin, resucite mi Corona blanco de 1939. La copa y el oxígeno han hecho su trabajo. Los 30gr/L de azúcar, la acidez perfecta, la frescura conservada de la viura del 39 se convierten en el cuarto aliado, único, de esa Santa Alianza. Ese recuerdo, en mi paladar, de los menudillos (el sabor del hígado...) de la becada sobre la galleta que ha absorbido todos sus sabores, junto con el paseo triunfal, orgulloso, de la viura, me hacen girar la cabeza y saludar, casi con reverencia, al Príncipe Metternich, que se sienta en ese momento a mi lado. Momento de iluminada reconciliación entre la cinegética, la gastronomía (incluyo al vino en ella, por supuesto) y la Historia.
No termina aquí la lectura práctica de la Ética de Spinoza. La conjunción de otros dos aldabonazos facilitarán mi salida del local a través de un plano que ya no es el físico. Ahí, lo reconozco, me ayudó Julio Verne. Pasta choux de Pol Contreras (foto central), en mi juventud llamada lionesa, con la apariencia de la nata y el corazón (menudo trampantojo genial) de helado de mantequilla sobre una sopa de chocolate y avellana. Me comí el sombrero sólo y la abducción a mi infancia, donde las lionesas (de la Pastisseria Pla de Igualada) eran el postre rey, fue absoluta. El bocado del corazón y la sensación de cómo se mezclaban en tu paladar los sabores y texturas de la nata y del helado fue un momento de mágica elegancia. Faltaba la última pieza de esa máquina del tiempo que tardamos pocas horas en construir: D'Oliveira Madeira reserva de 1880. El sabor del chocolate, las texturas y aromas de todos los tostados y humos del vino en uno, la profundidad de ese vino único surgido de la noche de los tiempos, me hicieron coger mochila y piolet. Se suponía que estaba en Islandia, pero no...en realidad era Madeira. Si con este vino puedo llegar al centro de la tierra, ¿qué más da un volcán que otro? Verne asintió y nos pusimos en marcha. Cuando desperté, Verne observaba el lago y una pareja de diplodocus, curiosa, le observaba a él. Menos mal que son vegetarianos, pensé. Y me dormí de nuevo.