Revista Cultura y Ocio
Góngora dejaba que el tiempo se diluyera hasta encontrar la forma de perfecta para su poesía. Decían que tenía ese dejar que el tiempo corra sin preocuparse de los señoritos cordobeses. Mala fama que bebía de la envidia, supongo. También algunas lenguas de negra serpiente le llamaban "lengua de trapo", algo así como hoy diríamos disléxico. Y leyendo sus poemas, no me extraña, pues la ruptura estructural poética era desmedida, y fruto del ese correr del tiempo hasta que le llegara el verso que buscaba. Sus poemas eran demenciales para la época y de una longitud totalmente inusitadas. Eran auténticos rompecabezas. La Corte le gustaba mucho, sobre todo por los juegos de naipes, y tal vez por su natural libertinaje que tanto atrae a pendencieros y oportunistas, y que en la cual debía de saber moverse. Dicen que era algo así como un "lobo social" bajo la prebenda de eclesiástico que no se asustaba de tantas tetas de meretrices plantadas en temas de Estado. Y de pronto, buscando favores para sus familiares, se arruinó, y tal como fue aclamado, fue casi arrinconado, y su jovial y alegre carácter que decían que tenía se convirtió en oscuridad y culteranismo. Y en Córdoba se refugió hasta la muerte. Y Quevedo odiaba esos entresijos, porque le recordaba sin duda que era cojo y que pagaba a mujeres para que lo amaran, cuentan los pérfidos envidiosos. Era tullido y conceptual, cercano a la barbarie jocosa de la sátira personal elocuente y llena de visceral maldad. Pero lo peor que llevaba era ese que "corra el tiempo" para oscurecer las palabras en versos truncados y dislocados como la presa de un quebrantahuesos de Gógora. Ese es el dilema eterno de la vida, dejar correr el tiempo, o aferrarse a él desenfrenadamente. Elijan.