Quienes confortan, ayudan, escuchan, apoyan y entienden, tienen algo muy importante que aprender: a pedir que les conforten, ayuden, escuchen, apoyen y entiendan.
Me escribe una estudiante de psicología a través del blog para hablarme del sentimiento de soledad que en muchas ocasiones experimenta al estar ocupándose de los problemas de otras personas, pero encontrándose un vacío en el otro lado cuando es ella quien necesita apoyo o ayuda, o simplemente, un espacio de tranquilidad donde centrarse en sus propios problemas. Esta es una sensación común para mucha gente cuya personalidad le predispone – personal o profesionalmente – a la entrega a los demás.
Al igual que existen muchos seres humanos en este mundo que viven para absorber la energía ajena, en lógico contraste, existen otros tantos seres humanos que parecen tener una reserva ilimitada de la misma energía. Estas personas necesitan darse y por consiguiente, se encuentran a menudo con sus polos opuestos, aquellos que tienen una asombrosa capacidad para absorber esa entrega y no hacer absolutamente nada productivo con ella.
Los intercambios estériles son frecuentes en la vida del cuidador y del ayudador: esto provoca que su sensación de frustración y aislamiento vaya en aumento, alimentando la idea persistente de que la mayoría de la gente es muy egoísta o que nadie puede dar lo que ellos dan. Evidentemente, no es así. Cualquier gran debacle humana – como nuestra reciente pandemia – demuestra a las claras que una gran parte de la humanidad es auténticamente solidaria y está más que dispuesta a colaborar y aportar cuando es necesario. El cuidador no suele darse cuenta de esto: tiene el foco demasiado puesto en las personas que (cree que) necesitan ayuda y parece olvidarse de observar que hay muchas personas capaces de ofrecerla.
El mayor escollo con el que da el cuidador es un cierto narcisismo que al mismo tiempo, le empodera falsamente y le aísla. Cuando el cuidador se siente sobrepasado y aislado, se ha estado moviendo bajo una creencia de yo puedo con todo, yo tengo más recursos que nadie o todos me necesitan. Y tras esta creencia, hay una necesidad, a veces compulsiva, de huir de esa soledad interior a través de ocuparse de las cosas de los demás. Un ejemplo muy típico se puede ver en muchas de las personas que viven volcadas en el cuidado de sus padres ancianos durante años. Cuando estos fallecen, ocurre que se encuentran con una sensación de vacío inmensa, no sólo por el proceso de duelo en sí, sino porque realmente han pasado tanto tiempo sin ocuparse de ellos mismos, que se encuentran fácilmente con qué no saben qué hacer con sus vidas.
En casos de muchos terapeutas como la chica que cité en un inicio, ocurre a menudo que se espera de ellos que mantengan en todo momento un perfil solícito, generoso, imperturbable ante las vicisitudes del mundo y de su propia existencia. Y quien se ocupa de esto, también tiende naturalmente a intentar ofrecer ese rol, tanto en su profesión como en su vida cotidiana. Pareciera que el terapeuta no debe permitirse tener problemas, pero si los tiene, debe gestionarlos por sí mismo sin alterarse mucho ni molestar a nadie, que para eso ha estudiado. La pura realidad, es que el profesional de la ayuda puede tener un gran conocimiento sobre la mente y las emociones humanas, pero sigue siendo una persona y tiene las mismas necesidades que cualquier otra persona.
Tanto los terapeutas, como cualquier otra persona que se dedique a los cuidados, debe evitar apalancarse en el sacrificio ciego e indiscriminado hacia los demás. Su mayor reto no es ayudar más, sino aprender a ayudar mejor. Para hacer esto, sobre todo necesita hacer un gran ejercicio de humildad y entender que debe reconocer sus propias necesidades. Que alguien que se dedica a atender constantemente a otros dé un paso al frente y confiese que a veces se siente solo e incomprendido es un enorme paso para salir de esa rueda de dar, dar y dar que acaba siendo estéril y unidireccional.
Para el gran dador, recibir puede ser un asunto complicado, ya que a fin de cuentas, dar sin recibir es una forma de acorazarse ante una verdadera y vulnerable entrega a otros. Esto lo podemos ver en nuestro entorno, con las típicas personas que siempre se dan al máximo a personas que parecen aprovecharse de ellas. Lo sorprendente es que cuando estos generosos dan con alguien que por fin se entrega, no los quieren, y si son un poco listos, se darán cuenta en ese momento que dentro de sí esconden al egoísta reprimido que se han encontrado toda su vida proyectado en otras personas.
Y si son un poco más listos aún, quizás entiendan cuál es la gran lección que les está enseñando la vida.
¡¡¡PIDE DE UNA SANTA VEZ, MAJO!!!
O dicho de una manera más formal: para atender y asistir con eficiencia a otras personas, debes atenderte y asistirte tú. De esta manera, tu ayuda será circular y retroalimentará un ciclo energético sin principio ni fin, donde tú y los demás saldréis enormemente beneficiados y tú no te sentirás ni aislado, ni solo, ni único, ni especial. Porque ser cuidador no implica estar por encima, no implica ser más independiente, o necesitar menos. Implica – y esto es lo más necesario e importarte en tu labor – formar parte viva y activa de la comunidad humana en la que te mueves.
Por supuesto, mereces atención. Mereces que te escuchen cuando estás mal. Tienes derecho a tener tus propios problemas. Tienes derecho a no saber cómo gestionarlos y a tener que aprender. Tienes el derecho, e incluso el deber, de pedir y de recibir, de solicitar ayuda y decir no puedo con esto. Y esto no sólo no menoscaba tu poder personal y tu capacidad, sino que la multiplican y la aumentan.
A pesar de que el camino del cuidador pasa por un aprendizaje del egoísmo saludable, muy rara vez estas personas se tornan verdaderamente egoístas (lo que entienden ellos por egoísmo es tan mínimo que casi da hasta ternura). A medida que el cuidador evoluciona en su camino personal, si esta evolución es favorable, lo esperable es que acabe balanceando su generosidad hacia los demás, con consideración a sí mismo. Al vencer ese miedo a ser egoísta, el cuidador se encuentra con una bella recompensa.
Ya no está solo.
El mayor espectáculo es un hombre esforzado luchando contra la adversidad; pero hay otro aún más grande: ver a otro hombre lanzarse en su ayuda (Oliver Goldsmith)