Me siento a escribir esta entrada unas horas antes de que Cosas que (me) pasan cumpla quince años. Hasta este momento, viernes por la tarde, no he podido. Hace semanas pensé que quince años era una cifra redonda, que celebrar un decimoquinto aniversario era algo importante, relevante. Decimoquinto suena casi como subcampeón, tiene eco, prestancia, merece una chapa. Pensé, dejándome llevar por una ambición poco propia de mí, que podía hacer una celebración a lo grande. «Puedo escribir cinco posts, uno por cada día de la semana hasta llegar al día final, como si fueran unas fiesta patronales o un calendario de adviento». Después medí mis fuerzas, mi tiempo y mi ambición y pensé que tres posts eran suficientes, uno por lustro. Un poco más adelante la realidad me puso en mi sitio y aquí estoy, tarde y con toda seguridad mal, tratando de celebrar algo que solo me importa a mí.
Con los pies encima de la mesa y el portátil en las rodillas he abierto el documento y, antes de ponerme a escribir, he hecho algo que no hago nunca: he ido a releer lo que había escrito en cada uno de los aniversarios anteriores. ¿Para qué? Pues voy a ser sincera: he ido a buscar inspiración, a ver qué podía contar y, sobre todo, qué es lo que no debería escribir hoy porque ya lo he dicho quince veces. Catorce para ser exactos ,porque releyéndome he descubierto que el año pasado dejé pasar el aniversario. ¿Alguien se dio cuenta? ¿Alguien lo reclamó? No. Lo que reafirma la teoría que expuse en el decimotercer aniversario de que escribir sobre el cumpleaños de Cosas que (me) pasan es una obsesión que solo me importa a mí. Ahora que lo pienso, no he celebrado tampoco catorce aniversarios, han sido solo trece porque el primer año, el 2009, o no me acordé o no me pareció algo relevante. Releyéndome he descubierto que fue a partir del segundo año cuando sentí la necesidad de celebrar, de ponerme una pegatina y decir «ey, estoy haciendo esto». Los siguientes aniversarios, el tercero, el cuarto y el quinto me dediqué a repasar cómo había cambiado mi vida en esos años y todas las cosas buenas que lanzarme a escribir me había proporcionado. Me leo chispeante, contenta, ingenua, casi intrascendente. Puede que un pelín boba. En el sexto me vine arriba: colgué un vídeo y di las gracias a todos los que me leían. Ese año sueno feliz a pesar de que las cosas que (me) estaban pasado fuera del blog me estaban destrozando y me llevaban de cabeza a los días iguales. En el séptimo, mientras sobrevivía a duras penas, escribí para dar las gracias al blog por servirme de salvavidas, por mantenerme a flote cuando lo único que quería era ahogarme, desaparecer. Lo dije aquel año y lo digo ahora: el logro más impresionante de mi vida es haber seguido escribiendo cuando cada minuto quería morirme. No sé como lo hice, no sé porqué lo hice, pero sé que hacerlo evitó que me dejara ir. En el octavo volví a estar chispeante pero sin ingenuidad ni bobería. En el noveno, por primera vez, me falló la inspiración y debo decir que lo salvé bastante bien: apelar a los Beatles y a los recuerdos infantiles fue un recurso hábil. «No contaban con mi astucia», encadené ideas sin ton ni son hasta completar un post de aniversario que, debo reconocer, quedó resultón. Releer el décimo aniversario me ha dado envidia: elegir cinco citas de escritores para desde ahí hilar una especie de carta a mi yo de treinta y cuatro años. ¿Cómo escogí esas citas? ¿Tenía hace cinco años tanto tiempo libre como para volver a mis cuadernos de lecturas, releer todas mis citas apuntadas y escoger las que me inspiraran? Ana de los cuarenta y cinco, eres una crack. He pensado también que tengo que volver a esos cuadernos, que los escribo para algo y que seguro que están llenos de inspiración para seguir escribiendo. En el undécimo aniversario clavé un texto precioso sobre el invierno del blog, sobre cómo estaban desapareciendo y ya solo quedábamos cuatro esperando la extinción. Quién me iba a decir a mí que cuatro años después la gente, los lectores iban a volver a leer ochocientas, mil, mil quinientas palabras con placer, con alegría, con devoción. Quién me iba a decir a mí que más de dos mil personas querrían recibir Cosas que (me) pasan en su buzón y que, entre ofertas de Mango, facturas de Pepephone, alertas del banco y spam, iban a elegir leerme. La vida te da sorpresas. Ese año, además, me equivoqué de día y celebré el aniversario una semana antes. Siempre he sido un desastre para el detalle fino. En el duodécimo cumpleaños volví a cambiar la cabecera con el dibujo de Ximena Maier que aún lo encabeza y me pareció un buen momento para volver a recapitular, a hacer repaso de lo que había cambiado en mi vida y en la de todos. Me ha hecho gracia leerme: ni idea teníamos de lo que nos esperaba mes y medio después. Releer el último aniversario que celebré, el décimo tercero, me ha dejado atónita. Casi me he puesto en pie para aplaudirme. Es un texto maravilloso que había borrado por completo de mi memoria. ¿Estoy siendo poco humilde? Por supuesto. ¿Y qué? Cuando cumples quince años escribiendo, cuando has escrito dos mil doscientas veintitrés entradas y tu blog ha tenido once millones trescientas veintinueve mil novecientas sesenta y seis visitas puedes permitirte dejar bailar a tu ego, regodearte en tu logro y decir: «coño, a veces escribo bien».
Sigo con los pies encima de la mesa. Han pasado dos horas.
Lo he vuelto a hacer.
Sonrío y pienso en Nan, que estaría tan orgulloso de mí. Le echo mucho de menos.
Gracias a todos.