“El fútbol es el deporte más lindo y sano que existe en el mundo. Eso que no le quepa la menor duda a nadie”. La declaración de principios de Diego Maradona es inmortal. Como sus obras cumbres en el césped. Se escuchó el día de su despedida en la Bombonera y retumbó en varios países de la aldea global. En Irak, los futbolistas del seleccionado menearon la cabeza y no coincidieron con su máxima. Eran tiempos en los que Uday, hijo del ex dictador Sadam Hussein, gobernaba con puño de acero en el mundo de la pelota. Perder un partido significaba, entre otras cosas, una paliza a los jugadores, la fractura de sus piernas con barras de metal, el encierro sin poder dormir durante varios días. Los castigos brutales fueron descriptos por Simon Freeman, en el libro Bagdad Football Club, la tragedia del fútbol en el Irak de Sadam. La muerte de Uday Hussein en julio de 2003, durante un bombardeo estadounidense, alivió a los jugadores del seleccionado. Le puso punto final a su temor con la bola en los pies. Y cuatro años después, dieron el grito de campeón, al consagrarse en la Copa de Asia. Un momento sagrado. Eterno. Como podría ser, ahora, la llegada de Maradona.