A continuación, un fragmento de su artículo ¿Quién es el público y dónde se encuentra?, del 17 de agosto de 1832. Será innecesario que se retrotraigan ustedes en casi dos siglos, pues esto es tabaco fresco:
"¿Y esa opinión pública tan respetable, hija suya sin duda [del público], ¿será acaso la misma que tantas veces suele estar en contradicción hasta con las leyes y la justicia? ¿Será la que condena a vilipendio eterno al hombre juicioso que rehúsa salir al campo a verter su sangre por el capricho o la imprudencia de otro, que acaso vale menos que él? (...) ¿Será la que acata y ensalza al que roba mucho con los nombres de señor o de héroe, y sanciona la muerte infamante del que roba poco? ¿Será la que fija el crimen en la cantidad, la que pone el honor del hombre en el temperamento de su consorte, y la razón en la punta incierta de un hierro afilado?
(...)
Y en segundo lugar, concluyo: que no existe un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa del que llamamos público; que éste es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que le componen; que es intolerante al mismo tiempo que sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasajeras; que ama con idolatría sin porqué, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el mérito modesto; que olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes, y premia con usura a quien le lisonjea y le engaña; y, por último, que con gran sinrazón queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados".
La próxima vez, pues, que lean su periódico, que escuchen en su televisión o radio al tertuliano o al político hablar de lo que los españoles opinan (al menos los buenos españoles), acuérdense de las palabras de aquel periodista cuerdo que pasó su juventud observando y escribiendo en un Madrid no muy distinto al nuestro. Y es que leer da libertad, al menos en el pensar.