Fernando es diferente. No cabe duda. Serán sus orígenes atléticos en un país absorbido por la voracidad de las dos torres del fútbol mundial. O será su melena rubia y piel tímida en una tierra brillantemente bronceada durante trescientos días al año. Incluso habría que considerar que fue el destino el que le hizo distinto. Ese destino que tras endiablarle el control, le dotó de una prodigiosa zancada y un toque divino para conquistar el viejo continente. Aquel día, Fernando se convirtió en patrimonio nacional. Desde entonces, todos tenemos un poco de él y, además, creemos saber cómo administrarlo.Es el precio a pagar por convertirse en el cartero de la fe nacional. En el entorno de aquella extraordinaria España, Fernando parecía el mejor de los humanos, el instinto rodeado del plasticismo. Sin obviar sus magníficas condiciones, el de Fuenlabrada aportaba, junto a otros, la típica sensación ibérica. La endémica condición terrenal de los españoles frente a los superdotados europeos del siglo XX. Cierta inseguridad mental, una contrastada fragilidad histórica y un complejo fatalmente heredado generación tras generación. Sin embargo, el envoltorio del Niño resultaba de una estética fantástica. Torres, rodeado de escuderos de fantasía y magos del balón, se convertía en la bala más adecuada para el arma más sofisticada del mercado. Y, además, molaba. Y mucho, ¿por qué negarlo?
En realidad, Fernando tan sólo destinaba su talento a la eficacia de su trabajo sin ningún tipo de ataduras más allá del rectángulo de juego, lo cual no es poco. Torres no ha podido hacerlo de un modo continuo durante su carrera. Esa condición de “chico de barrio”, tan traída como odiosa, se cumple en Fernando en la parte positiva de la expresión. Me lo imagino como el típico amiguete del colegio con el que coincides simplemente en el color de las chapa, empatizando así de un modo mutuo hasta límites insospechados. A esa edad, el resultado de estas extrañas asociaciones se llama amistad y una consecuencia de manual es la implicación.
La sangre de Fernando Torres siempre ha sido roja y así lo ha sentido él. Durante los doce años que perteneció al Atlético de Madrid, Fernando pasó de ser del Atleti a ser el Atleti. Tal cual. La circense gestión del club en época de profundidades agudizaba el ansia de búsqueda de símbolos entre la afición. Y Torres, un chico de la casa, joven y sobradamente preparado, estaba allí. El delantero fue asumiendo de un modo gradual un peso que seguramente no le correspondía. La maleta del Niño cargaba con la ineptitud de los dirigentes, el aliento de la afición y su lógica ambición. Y como el fútbol es un deporte de equipo, aquello no podía acabar bien. Como dijo el propio Fernando, no deberían existir capitanes de diecinueve años. La responsabilidad acabó pesando demasiado para Torres, que actúo como cualquiera hubiera hecho varios años antes. Se marchó a un sitio mejor.
El Niño encontró en Liverpool lo que más necesitaba. Espacio. En todos los sentidos. Espacio en el césped para liberar su magnífica punta de velocidad. Y espacio en su vida para disfrutar el fútbol como pocos consiguen hacerlo. Su espalda respiraba ligereza en un lugar donde pronto se le consideraría ídolo. Fijo en España (triunfador en la Eurocopa) y perfectamente adaptado a Liverpool, Anfield asistiría a los mejores momentos de Fernando. Grandes promedios goleadores conjugados con tantos de enorme calidad. Por primera vez, Torres estaba donde sentía que debía estar. Sin embargo, el triángulo Fernando-Liverpool-rendimiento fue apagándose por el vértice imprescindible. Las lesiones, el bajón progresivo del equipo y el desgaste del delantero fueron quemando etapas más rápido de lo normal.
Las lesiones. La verdadera carga moderna de la vida de Fernando. Tobillo, isquiotibiales, rodilla derecha. Condicionada temporada y media en los reds y una Copa del Mundo con España (su convocatoria le hizo campeón del mundo pero le hirió personal y físicamente), el único objetivo del delantero volvía a ser librarse del equipaje que cargaba para poder mostrar su fútbol en estado puro. Sin embargo, el precio era muy alto. Torres cambió la pasión del Pool por la burguesía azul. La familiaridad de Liverpool por la globalidad londinense. Nunca había abandonado el rojo. Nueva vida, nuevas costumbres, nuevas ilusiones. Inconexos amagos de recuperación en las frecuentes vueltas de Torres al campo. Su baja forma, la permanencia de ciertos problemas físicos y la alarmante falta de fútbol del Chelsea lastraban al Niño. La desesperación, la frustración y la mofa hacían acto de presencia en los alrededores de Stamford Bridge, lugar en el que aún siguen conmocionados por la depresión post-Mourinho.
Quince meses se cumplen ya desde su llegada a Londres. Mejor que hacer un resumen es mirar al futuro inmediato. Fernando lleva varios partidos seguidos a un nivel notable. No supremo pero sí muy prometedor. Desde su segunda temporada en Liverpool no había alcanzado este escalón. Puede que sea una falsa esperanza de recuperar al mejor Torres. Se escuchará el “Fernando ha vuelto”. Falso. Nunca se fue. Torres es de los que no abandona el barco ni anclado en el fondo del mar. Las dificultades le han causado problemas de autoestima pero él sabe mejor que nadie que ésta es su liga. Y que él puede hacer del Chelsea su equipo. Confianza, continuidad y fútbol alrededor y volverá a ser considerado uno de los mejores.
Fernando Torres acumula etiquetas en su maleta. El niño del que más se habla. La última esperanza atlética. El ídolo red. El héroe de Viena. El hombre de los 50 millones de libras. El nuevo caso Raúl. Ha tenido que guardar y aguantar apelativos durante toda su vida y soportar entornos incendiarios. Llevamos mucho tiempo regando la actualidad futbolística con la imagen continua de su cabeza agachada. Se acabó. Fernando debe imponerse. El delantero debe fulminar los fantasmas del personaje ahora que vuelve a disponer de continuidad y el Chelsea parece oxigenado. No es el último tren para Torres, pero sí el más conveniente y saludable de todos. Premier, Champions y Eurocopa por delante, la oportunidad para volver a la élite de las élites se antoja irrechazable.
Pronto se cumplen cuatro años desde el gol de Viena. Todos creemos saber lo mejor para Fernando. Él tan solo debe jugar como sabe. Sin traumas. Con la maleta vacía. Corriendo, gritando, asistiendo, marcando…simplemente el delantero centro del Chelsea y de la selección española. Tanto y tan poco.
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