Revista Vino
Se hace difícil describir las sensaciones que tuve en este viñedo. El hombre en el centro: siempre es su mirada la que entiende, interpreta, actúa. El hombre fue Jan Tarrés y ahora es Jordi Esteve. La viña, cariñena de unos 70 años, está en Rabós (Alt Empordà), en la parte más salvaje y hermosa del valle que ha dibujado el río Orlina durante miles de años. Pizarra desmoronada, suave pendiente hacia el río, orientación sureste. Jan tiene 75 años y sigue trabajando cada día. De pequeño ya iba a la viña. Dejó de estudiar pronto porque sus brazos y sus piernas eran necesarios en casa. Siempre la ha cuidado con una atención y una complicidad que se intuyen a simple vista. Cuando hablas con él se refuerza esa impresión. Hace seis años llegó a la zona Jordi Esteve (RIM VI(nyes)) pero se ha instalado en Rabós hace apenas tres meses. Buscó, y busca, mucho para tejer esa red imprescindible de complicidades que un joven necesita cuando empieza sin herencia de tierras a la que agarrarse. Encontrar, comprender, pactar, arrendar, cuidar, trabajar, vendimiar, hacer los primeros vinos, intercambiar, favorecer. Ayudar y ser ayudado.
Trabar con las plantas esa misma, íntima, silenciosa relación que Jan tenía con ellas. Eso ha hecho Jordi. Parece sencillo decirlo pero es casi imposible de encontrar. Esta viña del Orlina me dijo tantas cosas en apenas una hora... Pocas veces como ésta he tenido un sentimiento de felicidad colectiva. No había alboroto en las cepas, había unidad y grupo, la sencilla alegría de sentirse bien las unas con las otras. Todo en su sitio. Sentimiento de pertinencia. El viento y la humedad son las necesarias. La protección de los montes que perforó el Orlina es buena. No hay sobresaltos ni plantas mejor tratadas que otras. Se sienten todas en armonía juntas y te transmiten esa sensación. La sentí de forma íntima, con la suavidad de la persuasión, con el susurro que las cepas liberan cuando encuentran el equilibrio con su entorno, del que también forma parte la persona que las cuida y el resto de seres que viven allí. No hubo avisos previos. Estaba ahí y la sentí.
Stefano Mancuso y Alessandra Viola (Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, Barcelona, 2013) llaman a esa cualidad grupal "propiedades emergentes". Son las "típicas de los superorganismos o las inteligencias de enjambre. Se trata de aquellas propiedades que las entidades individuales desarrollan sólo en virtud del funcionamiento unitario del conjunto: ninguno de sus componentes las posee de forma autónoma. Ocurre con las abejas o las hormigas que desarrollan una inteligencia colectiva muy superior a la de las partes individuales que las constituyen". Comprendí que las cepas actúan como viñedo de la misma forma. Vi que las raíces y las hojas se comunicaban entre ellas y con el entorno. Sentí que reconocían y valoraban cuanto necesitan para sentirse bien. Percibí que tenían casi la necesidad de transmitir ese bienestar porque, por lo menos durante el tiempo en que estuvimos allí con Jordi, el viñedo se manifestaba como si fuera "el nexo que une las actividades de todo el mundo orgánico" a su alrededor, como si fuera "el centro energético" del mundo, de su mundo. En ese momento. Allí.
He podido ya beber algunos vinos de Jordi Esteve que tienen la fuerza de esta y de otras tierras cercanas (también en Vilamaniscle): su clarete Tot d'una 2016, que mezcla garnachas blancas, grises y tintas es un hallazgo iluminador, una de las refrescantes alegrías de este verano; su RIM Negre 2013 y también el 2016, (aunque éste necesita todavía reposo en botella), te hablan del arraigo de la cariñena en esta tierra de privilegio y de todos los aromas de la maquia concentrados y transmitidos con profundidad y finura. Pero cuando pueda embotellar la alegría y el bienestar que transmitía este viñedo del Orlina, ese día comprenderemos mejor la complicidad entre hombre y naturaleza vegetal que, por si alguien lo dudaba, tiene que ser recíproca. No sólo la sentiremos y mal intentaremos describirla. ¡Nos la beberemos!