Todo gira a su alrededor, pero él, sólo observa. Observa y espía… espía el fin del mundo. Sumido en esta metáfora que abraza con fuerza el final de la vida, Sam Shepard explora el final de la suya. «No acostumbro a ser una persona suspicaz. No voy por ahí volviendo la cabeza por si acaso. Pero tengo la sensación —no puedo evitarlo— de que alguien me observa. Alguien quiere saber algo. Alguien quiere saber algo sobre mí que ni siquiera yo mismo sé». Ese desdoblamiento en dos de la misma persona que representa el antes y el después, el pasado y el presente, la vida y la muerte, es al que el gran dramaturgo y escritor norteamericano se emplea, poco antes de morir, para dejarnos este testamento vital y literario que se apoya en la sensación de extrañeza que se apodera de uno cuando lo que cree haber observado hace un momento ha desaparecido y la vida deja de ser lo que fue para convertirse en un espectro que nos engaña. Esa transmutación, si se quiere fantasmal, es el aura que transita por las páginas de Espía de la primera persona, una singular y lírica búsqueda de ese otro que es uno mismo. Una búsqueda que es el reflejo del antes y el ahora y la perplejidad de un presente al que asistimos alejándonos de él relacionándolo en tercera persona, como si de esa forma nos distanciásemos del dolor y el miedo. Una huida fallida, sin duda, porque el otro es el extraño que observamos y espiamos desde el fin del mundo, igual que lo haríamos con la perplejidad que nos abruma y consume a cada instante en el que intentamos atrapar el tiempo sin conseguirlo. Esa perplejidad es la emplea Shepard en este recorrido de recuerdos y sensaciones para mostrarnos con entereza el universo que le acoge, y en el que se dan cita, imágenes que evocan el desierto, a los inmigrantes de la población donde vive o a las serpientes de cascabel. Flashes que reproducen la soledad y el peligro ante la muerte. La misma que visita a la historia de Jay y Aubra que se prolonga a lo largo del libro. Un desdoble más del espíritu y los recuerdos de Shepard en su último periplo.
La forma en la que Shepard aborda su propio testimonio es la de las pequeñas historias que, pese a su brevedad, encierran toda una vida. Y lo hace con frases cortas. A veces con palabras que se repiten y forjan un eco y un estilo únicos, porque como nos recuerda Rodrigo Fresán: «El único recurso que le queda a la literatura en una época completamente digital es el estilo. Creo que abundan los escritores que simplemente cuentan pero no escriben». Y Shepard derrama estilo y maestría literaria en estos microrrelatos de vida que acaban con una sentencia que huye de la maldición que cubre a la muerte. En ellos somos conscientes de que la experiencia no es igual a la idea que la sostiene. Y, Shepard, como un estandarte de dicha aseveración, lo lleva a la práctica a la hora de ver y transmitir lo vivido y lo experimentado, pues él, consigue trasmitirnos la magia y la melancolía que conlleva todo final, más si cabe, cuando éste es el propio: «Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes.» De ese espíritu de fragmentación vital y literaria se nutre este libro. Historias de un hombre que observa a otro hombre a lo largo del tiempo, y que página a página se nos van mostrando como una ofrenda humilde y serena. Las palabras de Shepard tienen el poder de la sanación, porque nos alejan de los mitos y se refugian en los hombres. En la vida cotidiana. En la monotonía de quién observa su final plagado de aves y pájaros, donde su prevalencia en el texto nos invita a jugar tanto con el concepto de libertad como el del final de viaje. Pájaros, cuyos trinos, se asemejan a ese ruiseñor que atrapó a Keats y a su melancolía inalcanzable.
Ángel Silvelo Gabriel.