Queremos igualdad, libertad y respeto ¿pero estamos nosotros dispuestos a dejar de controlar, mangonear o someter para conseguirlos?
Poder es poder, ya lo decía Cersei Lannister. No sabemos situarnos en equilibrio con los demás: o por encima o por abajo, y no hablo de posturas eróticas. A menudo, cuando nos relacionamos con otras personas, las clasificamos inconscientemente en débiles o fuertes, sometedoras o sometibles. Pero ¿cómo sería el mundo si realmente nos tratásemos en régimen de completa igualdad?
Para ilustrar mis conversaciones sobre este tema, cuento a menudo una anécdota laboral de la época que viví en Ámsterdam. Yo trabajaba en el call center de una conocida multinacional holandesa, en una oficina muy agradable que tenía unas seis o siete plantas con personal procedente de toda Europa.
Un día cualquiera, entré el ascensor para subir a comer, cuando me encontré con un tipo que me sonaba de vista por verlo rondar por los diversos departamentos. Vestía totalmente informal, como todos los demás, no era joven, pero tampoco mayor y podría haber sido de cualquiera de las nacionalidades habituales en el edificio. Nos saludamos e intercambiamos algún típico comentario sobre el clima. Ambos salimos en la misma planta y nos perdimos de vista. Pero había un par de compañeros charlando al lado del ascensor y en cuanto el hombre desapareció me comentaron, entre risas, que se trataba del CEO de la compañía.
Tiempo después, ya de vuelta a España, me contrataron para trabajar como secretaria en una conocida multinacional de nuestro país. Las oficinas también tenían varias plantas y varios ascensores. Los empleados utilizábamos indistintamente casi todos ellos para desplazarnos, pero había uno que no parecía abrirse nunca. Cuando pregunté los motivos por los cuales no se podía usar, me contestaron que se trataba de un ascensor exclusivo para el CEO.
Con la perspectiva de haber trabajado en ambos países, la diferencia parece notoria. En mi oficina holandesa, no existía el concepto de jefe tal y como lo conocemos aquí. Las personas que se encargaban de supervisar y coordinar a los diferentes grupos de empleados, no tenían despachos, ni tampoco un lugar diferenciado del resto. Se sentaban en las mismas mesas de trabajo que los demás, comían en el mismo comedor y entraban y salían a las mismas horas que nosotros.
Mi experiencia en Holanda me mostró una cara distinta del liderazgo de equipos. Yo provenía de un sistema super jerarquizado, donde todo estaba establecido en estamentos rígidos y la comunicación con la directiva era inexistente o estaba llena de trabas, aquella forma de funcionar me resultaba tan de ciencia-ficción como luego me resultó ver aquel ascensor para directivos. Pero, por primera vez, pude presenciar cómo funcionaba y fluía un grupo de trabajo con una dinámica que no se basaba en la lucha de poder.
Me encantó. Y ya por entonces me hizo plantearme cómo sería un sistema social enfocado al bien común y no a que unos estuvieran por encima de otros.
En nuestras vidas cotidianas, abundan las dinámicas de poder. Estamos tan acostumbrados a la verticalidad, que en ocasiones entramos a jugar al juego de tronos casi sin percatarnos, como uno de tantos mecanismos automatizados por los que nos movemos por la vida. Ideamos estrategias para que esa persona que no nos hace caso caiga a nuestros pies; nos peleamos por hacernos con el control de un grupo de whatsapp; mantenemos tiras y aflojas con parejas y familiares para conseguir que hagan lo que nosotros queremos y si hay un premio para la frase educativa más estúpida del siglo, podría dársele tranquilamente al ¡Aquí mando yo!. Por no hablar de las reuniones de la comunidad de vecinos, que ríete tú de las intrigas del Imperio romano.
Del ejercicio del poder basado en cualquier desigualdad, lo más entristecedor son la cantidad de cosas feas que nos hacemos los unos a los otros en pos de esa posición de superioridad que tanto enaltece los vínculos tóxicos y tanto empobrece las dinámicas de grupo.
No es fácil renunciar al ejercicio de este poder, porque en el fondo, está intrínsecamente unido al instinto de supervivencia de nuestro ego. Como tendemos a identificar el ego con todo lo que somos, soltar las estrategias de las que nos servimos para tener poder, implica enfrentarnos a la aterradora posibilidad de tener que conocernos sin todas las armaduras, imágenes y enmascaramientos que nos protegen.
¿Y cuáles son esas estrategias? Muchas y muy variopintas. Tendemos a identificar el poder con un determinado perfil. Creemos fuerte al que grita más, al que se hace notar, al que no siente, ni padece, o al que trata de imponerse por la fuerza. Sin embargo, existen otras muchas formas de poder que no por sutiles, son menos efectivas. Se puede ejercer el poder desde el dominio, pero también desde la sumisión; desde el grito, pero también desde la manipulación discreta. Da igual la forma que tome el poder, el objetivo es el mismo: encubrir la absoluta falta de verdadero poder sobre uno mismo.
Si hay un caldo de cultivo para crear un tirano, es, sin duda, el miedo y la impotencia.
En nuestra época, estamos viviendo diversas luchas a lo largo y lo ancho del planeta para cambiar el equilibrio de poderes. Ocurre de forma muy llamativa con la actual corriente feminista, que tiene muchas bazas positivas y necesarias, pero también cuenta con una vertiente radicalizada en la que lo que parece buscarse que la mujer se convierta en una nueva versión del antiguo hombre. Aquí vemos con claridad que el resultado de una opresión, si no se evoluciona socialmente, es otra opresión distinta.
Pero ¿entonces es malo tener poder? Pues tampoco. Como día el político estadounidense Adlai Stevenson, el poder corrompe, pero la falta de poder corrompe absolutamente. El problema esencial del poder es que mientras nos esforzamos tanto en tener dominio sobre lo que nos rodea, sin darnos cuenta, perdemos lentamente nuestra enorme capacidad para desarrollar un verdadero dominio sobre nosotros mismos.
Tratamos a los demás como objetos y al mismo tiempo, nos convertimos en sus objetos.
Es tiempo de que seamos conscientes de que la única cura para el mal poder, es un buen amor. Principalmente, un buen amor propio. Porque sólo en un mundo donde la fuerza se alíe con la autoestima, podremos atrevernos a:
Convencer sin engañar.
Pedir sin chantajear.
Enfadarnos sin agredir.
Dar sin esperar.
Recibir sin desconfiar.
Influir sin manipular.
Conseguir sin forzar.
Rechazar sin ofender.
Y dirigir sin mandar.
A partir de aquella experiencia en Holanda, empecé a tener una visión diferente de la forma en que podrían hacerse las cosas. Con el tiempo y a través de mi propia experiencia, entendí que la única manera de convivir en una verdadera igualdad era valorarse lo suficiente como para atreverse a pisar por el mundo sin tener que llevar escudos, corazas o espadas. Desnudarse de roles sabiendo que uno es quién es y no necesita de argucias, ni seguir la ley de la selva, ni ser el pez grande que se come al chico, es el verdadero poder.
(Me gustaría decir que el título de este artículo es mío, pero es la traducción del título del disco If I can’t have love, I want power, de la cantante Halsey. Una frase tan contundente, que me inspiró del tirón todo este texto).