Revista Arte

Sobre el tatuaje en la literatura

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

No cabe duda que hoy en día el tatuaje forma parte de la cultura popular. Cada vez son más las personas que deciden hacerse uno, ya sea para destacar su personalidad, ya sea para inmortalizar algún recuerdo -recuerdo que, aunque parezca extraño, no tiene por qué que ser feliz-.

Podríamos decir que estas son las dos principales razones por las que la gente opta por "grabarse la piel" con tinta china (o la que sea). No obstante, hay muchas más, por ejemplo, las de orden puramente estético, algo que podemos observar tanto en los tatuajes ornamentales que se hacen algunas señoritas como en aquellos otros que sirven para ocultar una cicatriz, o las de orden puramente social, esas que responden a cuestiones más bien gregarias, como el deseo de pertenecer a una determinada tribu urbana, resabio este de prácticas rituales antiquísimas.

tatuadores en Sevilla, París, Londres, Ámsterdam, Helsinki, Montreal, Los Ángeles, Tokio y Bogotá, por citar tan solo algunas de las muchas ciudades en donde el arte del tatuaje se desarrolla con un nivel superior.

Sí, el tatuaje es un arte y, como tal, podemos relacionarlo con otras formas artísticas, algunas de las cuales, por su capacidad integradora (y, a la vez, mimética), han sabido darle al tatuaje el mismo lugar que le dio la sociedad en cada uno de los distintos estadios de su sinuosa evolución.

La pintura y la literatura son los ejemplos tradicionales de estas artes, pero en este artículo, ya que así lo anuncia el título, solo nos ocuparemos de la segunda.

El tatuaje, en tanto seña de identidad de algún personaje principal o secundario, ha aparecido en muchas obras literarias. Comencemos por recordar a Queequeg, el arponero polinesio del Pequod, quien, en la célebre novela de Hermann Melville Moby Dick (1851), exhibía en su cuerpo una serie de "fantasmagóricos tatuajes"[1]. Este ejemplo nos muestra el tatuaje como marca tribal, que, en el contexto de la novela, distingue al personaje que lo lleva de los "civilizados" hombres occidentales.

En El apando (1969), breve novela autobiográfica del mexicano José Revueltas, nos encontramos con este fragmento:

Tenía tatuada en el bajo vientre una figura hindú -que en un burdel de cierto puerto indostano, conforme a su relato, le dibujara el eunuco de la casa, perteneciente a una secta esotérica de nombre impronunciable, mientras Albino dormía profundo y letal sueño de opio más allá de todos los recuerdos- que representaba la graciosa pareja de un joven y una joven en los momentos de hacer el amor y sus cuerpos aparecían rodeados, entrelazados, por un increíble ramaje de muslos, piernas, brazos, senos y órganos maravillosos -el árbol brahamánico del Bien y del Mal- dispuestos de tal modo y con tal sabiduría quinética, que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones y espasmo de los músculos, la rítmica oscilación, en espaciado ascenso, de la epidermis, y un sutil, inaprehensible vaivén de las caderas, para que aquellos miembros dispersos y de caprichosa apariencia, torsos y axilas y pies y pubis y manos y alas y vientres y vellos, adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez.[2]

Millennium, del escritor sueco Stieg Larsson,[3] cuyo personaje principal, la llamativa hacker Lisbeth Salander, luce varios tatuajes, de los cuales cabe mencionar el de dragón[4] en su espalda y el de avispa[5] en su cuello.

Estos son tan solo algunos pocos ejemplos de obras literarias en las que aparecen personajes con alguna parte de su cuerpo tatuado. Pero, innegablemente, el gran homenaje que le hizo la literatura al arte del tatuaje está representado por la obra que comentaremos a continuación.

A diferencia de otras obras en donde es solo una seña particular de algún personaje, en El hombre ilustrado (1951), de Ray Bradbury, el tatuaje es el verdadero protagonista. En efecto, el personaje que le da nombre al libro es un vagabundo cuyo cuerpo está completamente tatuado de vívidas y coloridas figuras que remiten a un futuro incierto, propio de la ciencia ficción de la época. Así lo describe el narrador en las primeras páginas:

El hombre ilustrado era una acumulación de cohetes, y fuentes, y personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad que uno creía oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo. Cuando la carne se estremecía, las manitas rosadas gesticulaban, los labios menudos se movían, en los ojitos verdes y dorados se cerraban los párpados. Había prados amarillos y ríos azules, y montañas y estrellas y soles y planetas, extendidos por el pecho del hombre ilustrado como una vía láctea. Las gentes se dividían en veinte o más grupos, instalados en los brazos, los hombros, las espaldas, los costados, las muñecas y la parte alta del vientre. Se los veía en bosques de vello, escondidos en una constelación de pecas, o hundidos en las cavernas de las axilas, con ojos resplandecientes como diamantes. Cada grupo parecía dedicado a su propia actividad; cada grupo era toda una galería de retratos.[6]

El narrador, no obstante, se ocupa de dejar en claro que esas ilustraciones, por lo extraordinario de su confección, eran mucho más que simples tatuajes:

¿Cómo podría describir las ilustraciones? Si en lo mejor de su carrera el Greco hubiese pintado miniaturas, no mayores que tu mano, infinitamente detalladas, con sus colores sulfurosos y sus deformaciones, quizá hubiera utilizado para su arte el cuerpo de este hombre. Los colores ardían en tres dimensiones. Eran como ventanas abiertas a mundos luminosos. Aquí, reunidas en un muro, estaban las más hermosas escenas del universo. El hombre ilustrado era un museo ambulante. No era ésta la obra de esos ordinarios tatuadores de feria que trabajan con tres colores y un aliento que huele a alcohol. Era el trabajo de un genio; una obra vibrante, clara y hermosa.[7]

Pero esas ilustraciones no eran geniales solo por el placer estético que le proporcionaban a quien las contemplaba, sino porque, por un prodigio que el lector tendrá que descubrir sumergiéndose en las páginas del libro, cobraban vida para contar un cuento (dieciocho, para ser exactos):

Las imágenes se movían. Una por vez, uno o dos minutos. Allí, a la luz de la luna, con el menudo tintineo de los pensamientos y las voces distantes como voces del mar, se desarrollaron los dramas. No sé si esos dramas duraron una hora o dos. Sólo sé que me quedé allí, inmóvil, fascinado, mientras las estrellas giraban en el cielo.

Dieciocho ilustraciones, dieciocho cuentos. Los conté uno a uno.[8]

El hombre ilustrado, por tanto, es un libro que apela al recurso de la narración enmarcada, que es el mismo que vemos en Las mil y una noches, Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer y el, de Giovanni Boccaccio.

Esta obra, justamente, nos presenta dieciocho cuentos de ciencia ficción que son narrados por los tatuajes de un hombre misterioso, un hombre que logra demostrar, gracias a la admirable inventiva del autor de Fahrenheit 451, algo que ya de algún modo hemos sugerido al inicio de este artículo, esto es, que los tatuajes pueden también contar historias.

[1] Hermann Melville. Moby Dick, Madrid, Planeta, 1976.

[2] José Revueltas. El apando, México D. F., Ediciones Era, 2016.

[3] Los hombres que no amaban a las mujeres fue publicada por Ediciones Destino en junio de 2008; La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, en noviembre 2008, y La reina en el palacio de las corrientes de aire, en junio de 2009

[4] No casualmente, la adaptación hollywoodense de la primera novela de la trilogía se dio a conocer con el título de La chica del dragón tatuado.

[5] Tampoco esto es casual, pues Wasp es el seudónimo que usa Lisbeth como hacker, y wasp significa 'avispa' en inglés.

[6] Ray Bradbury. El hombre ilustrado, Barcelona, Minotauro, 2000.

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