Hace unos meses, el filósofo Gregory Currie publicaba un interesante artículo en The Stone, un blog de opinión del New York Times, en el que se preguntaba si realmente leer “gran literatura” nos hace mejores personas.
Currie afirmaba que a pesar de ser una creencia extendida, la evidencia a favor de esta idea es más bien pobre. El filósofo mencionaba que hay estudios que, en el laboratorio, muestran que leer fragmentos de ficción mejora las puntuaciones en tests que miden la empatía de los participantes. Pero esa evidencia, dice Currie, está lejos de mostrar que leer nos hace mejores personas:
Most of the studies undertaken so far don’t draw on serious literature but on short snatches of fiction devised especially for experimental purposes. Very few of them address questions about the effects of literature on moral and social development, far too few for us to conclude that literature either does or doesn’t have positive moral effects.
De las reacciones que provocaron el artículo de Currie, destaco el artículo de Annie Murphy Paul para Time Ideas. Murphy Paul comenta que, de hecho, estudios llevados a cabo por los psicólogos Raymond Mar y Keith Oatley confirman que los lectores frecuentes de ficción son mejores a la hora de entender a otras personas, empatizar con ellas y ver el mundo desde su perspectiva.
Un reciente experimento parece redundar en la idea de que leer nos hace mejores personas. Según los resultados, leer “gran literatura” (representada por autores como DeLillo, Woolf, …) mejora los resultados de tests que miden la empatía, la percepción social y la inteligencia emocional. En este sentido, los titulares de las noticias de los medios que reseñan el experimento suelen ser unánimes: “la ciencia demuestra que leer nos hace mejores personas”.
Como puede verse, parece ser que para una buena cantidad de medios y de analistas “ser buena persona” equivale a “tener empatía”, o a tener otras capacidades relacionadas con la empatía. En mi opinión hay una obra que ha dado mucho que hablar en los dos últimos años, y que muestra que desarrollar la empatía a través de la literatura de ficción es necesario, pero no suficiente, para ser lo que hoy llamamos una “buena persona”. Hablo de la obra de Steven Pinker The better angels of our nature (traducida al español como Los ángeles que llevamos dentro).
El libro de Pinker es un monumental repaso a las pruebas y a los argumentos que muestran que la violencia, en todas sus formas, ha disminuido paulativamente a lo largo de la historia humana. Pinker señala algunos momentos históricos que representan hitos en esta disminución de la violencia. Uno de estos hitos es lo que el autor llama la “revolución humanitaria”, que Pinker sitúa entre los siglos XVII y XVIII.
Durante estos cien años se abolieron un buen número de prácticas violentas que formaron parte de la humanidad durante milenios. ¿Qué desencadenó este cambio? Pinker comenta que un factor explicativo puede ser el cambio de sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno que favoreció la explosión de la lectura, en concreto de la literatura de ficción. La lectura, dice Pinker, es un mecanismo idóneo para ejercitar la toma de perspectiva, ese “ponerse en el lugar del otro”, que es fundamental para el ejercicio de la empatía.
Pero la lectura y el cambio de sensibilidad no lo explica todo. La revolución humanitaria se aprovechó de otro fenómeno provocado por la explosión de la lectura: la aparición del humanismo ilustrado. Bajo esta denominación se suele agrupar el conjunto de teorías, obras e ideas expresadas por personajes como Thomas Hobbes, René Descartes, David Hume, Adam Smith,… que sitúan la vida y la libertad del individuo por encima de instituciones como la iglesia, la tradición o el estado.
El humanismo ilustrado fue posible, dice Pinker, gracias a dos principios guía: el escepticismo y el uso de la razón. Y es que fue la razón aquello que permitió a estos autores articular una visión del mundo en que causar según qué sufrimientos a otro ser humano estaba totalmente injustificado. El uso del razonamiento permitió inferir que, a pesar de diferencias superficiales como el género, la raza o la cultura, las personas somos iguales en aspectos fundamentales. Pinker recoge una frase de Shylock, personaje de Shakespeare en El mercader de Venecia, que resume a la perfección esta idea:
¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos haceis cosquillas, ¿no nos reímos?, Si nos envenenáis,¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?
En definitiva: la revolución humanitaria de la que habla Pinker fue producto de un cambio en las sensibilidades potenciado y favorecido por el uso de la razón, que permitió articular una filosofía nueva de la vida, el llamado liberalismo clásico.
Esta relación entre moral y razón queda más expuesta si cabe cuando Pinker analiza el papel de la razón como factor reductor de la violencia en nuestros días. El autor dedica unas páginas al llamado efecto Flynn, el aumento observado en el coeficiente intelectual de los habitantes de varias naciones en las últimas décadas. Este aumento no ha sido general en todas las áreas de la inteligencia. De hecho, parece ser que no ha habido un aumento significativo en factores como el vocabulario o la aritmética. Por contra, el efecto Flynn se ha concentrado en el razonamiento abstracto. Y Pinker comenta que el razonamiento abstracto es una capacidad esencial para la toma de perspectivas que supone la empatía: la abstracción nos permite imaginar escenarios hipotéticos, alejados de nuestra realidad y nuestras circunstancias, el los que tengamos en cuenta las necesidades y los sentimientos de los otros.
De hecho, sin el control del razonamiento abstracto, la empatía no sólo puede no hacernos mejores personas, sino que puede desatar lo peor que llevamos dentro. Y es que, como argumenta Paul Bloom en The New Yorker, la empatía también puede ser provinciana y corta de miras, atenta sólo a las necesidades de los que consideramos nuestros iguales, o a aquellos que sólo pertenecen a nuestro grupo.
Hay una idea interesante que recorre el libro de Pinker: aquellos hitos históricos que han permitido el descenso de la violencia han sido incorporados de tal manera a nuestra vida diaria, a nuestra cultura actual, que han pasado a ser invisibles para nosotros. Así, dice Pinker, de la misma manera que hoy en día resulta escandalosa la idea de fumar en una oficina, también nos resulta escandalosa (aunque a un nivel muy distinto) la idea de quemar herejes en la hoguera, o de perseguir y torturar a disidentes ideológicos. Pero apenas hace cuatro siglos que estos hechos, y otros peores, eran moneda corriente en Europa. Mostrar los prejuicios, la crueldad, la ignorancia que sostenían a tales prácticas no fue en absoluto un trabajo fácil, ni una tarea obvia.
Algo parecido ha sucedido con el efecto Flynn. Muy probablemente, la educación generalizada en nuestras sociedades, y la exposición continua a conceptos abstractos y relacionados con el mundo de la ciencia hayan permitido mejorar nuestras habilidades de razonamiento abstracto. Y lo han hecho de una manera tan continuada que para nosotros esas capacidades han llegado a ser casi naturales y, por tanto, se dan por supuestas.
Así pues, aunque leer ficción sea un buen ejercicio para mejorar la toma de perspectivas no deberíamos pasar por alto el papel que el razonamiento ha jugado, y juega, en el proceso continuo de creación de eso que llamamos “ser una buena persona”.