Revista Arquitectura

Sólo falta el exprimidor

Por Jaumep

Sólo falta el exprimidor
Bilbao tiene una buena política hacia los arquitectos: cuando mejores son más grande es la dificultad que han de resolver. Menos cuando se te cuelan advenedizos como un Federico Soriano treintañero construyendo un bluf como el Palacio de Euskalduna, fracasando en el intento y desaprovechando la oportunidad que un edificio así representaba para la ciudad.
En otro orden de las cosas: Foster hizo el metro, Gehry el Guggenheim, el resto es historia: todas las ciudades del mundo quieren ser Bilbao sin darse cuenta que el truco no es copiar el edificio sino la fórmula: a gran problema, gran arquitecto. Y ya está.
Actualmente: ¿Zaha Hadid es buena? Pues no se le encarga una folie torcidita sino un plan urbanístico de 600000 m2 (no me he equivocado en los ceros). ¿Moneo y Siza son buenos? Arreglan y controlan el nuevo paseo fluvial, hacia el norte, y el enlace con el fracasado Palacio de Euskalduna.
No siemre es así, pero. También se ha caido en manierismos absurdos como el caso del centro comercial de Robert Stern o la adyacente torre de César Pelli (con zócalo de Ferrater). Stern sabe hacer centros comerciales y Pelli sabe hacer torres, es innegable, pero su autoría no aporta nada nuevo a estos edificios excepto una buena relación con el promotor y esa profesionalidad de oficio que deriva a menudo en una práctica profesional completamente esclerotizada.
En el extremo sur de Abando, el ensanche decimonónico de Bilbao construido en la otra ribera del Nervión respecto del casco antiguo de la ciudad, hay un antiguo almacén de la medida de una manzana entera, construido por el arquitecto local Ricardo Bastida, titulado en Barcelona y discípulo de Domènech i Muntaner, de formación, por tanto, vagamente modernista. Recibe el nombre de la Alhondiga. Bastida lo construyó con voluntad urbana, previendo que algún día quedaría en el centro de la ciudad en lugar de en uno de sus extremos. Así fue, y cuando se hizo inviable su uso industrial quedó abandonado durante muchos años cuando se hizo inviable su uso industrial, revestido de una dignidad ausente, creando ciudad en virtud de la calidad de sus fachadas. Se convocó un concurso para su rehabilitación al que concurrieron, entre otros, Fullaondo, Sáenz de Oiza y el escultor (y magnífico arquitecto ocasional) Jorge Oteiza, que, previsiblemente, definió algo terrible, estremecedor, potentísimo y potencialmente inútil. No imagino un anuncio de chicles dentro de un edificio de Oteiza. Por alguna razón que ignoro, el proyecto recayó en Philip Starck, que ha sido quien lo ha construido.
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Empiezo por el final: lo que Starck ha hecho con el edificio es, sencillamente, genial.
Una buena obra de arquitectura (una obra mayúscula) queda caracterizada por un conocimiento profundo del lugar, que, a menudo, es intuitivo, una buena dosis de inspiración y la detección del problema que plantea un proyecto. En el caso de Starck se dan sobradamente las tres cosas. Espero que este edificio sirva para aclarar, de una vez por todas, el tópico de Starck como interiorista. Starck es arquitecto. Un arquitecto completo, a la altura de cualquier otro. Se le podría dar tranquilamente el premio Pritzker. Starck ha demostrado que toda una carrera profesional dedicada a la mini o a la microescala no ha distorsionado su manejo de la gran escala, ni su valentía, ni su oficio.
En este proyecto el problema es hacer entrar la ciudad en un edificio que la ha conformado pero que siempre se ha mantenido margen, hermético. El programa, al final, acaba siendo el del Maremagnum: bares, un gimnasio, restaurantes, cines, una mediateca, una pequeña sala de exposiciones, una tienda. Por tanto, la afluencia de público es primordial. Público local, por cierto. La reforma de Starck no se está publicitando como atracción turística, cuando su intervención está a la altura del Guggenheim.
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La estrategia para coser el edificio con la ciudad es brillante: la huella en planta del proyecto es mayor que la del edificio. Starck se queda las aceras adyacentes, las decora, las llena de mobiliario urbano. Enmarca las puertas sutilmente, reajardina un parterre existente… el muro exterior, la fachada es, en esta estrategia, una anécdota, ya ni un filtro: un elemento compositivo más. El centro comercial es grande, muy grande. Su volumen duplica el del edificio existente. Como es usual, se desmonta todo el interior y se deja la fachada. Se excavan cinco plantas subterráneas y se duplica la altura existente. Y todo esto no se ve. Bien, mejor dicho, es como si no se viese. Esfuerzo doble: a la altura de la vista, a cota cero, el edificio nuevo es mucho más grande que el viejo, y a parte de él está a cielo abierto. En altura, justo donde muchos otros arquitectos quieren lucirse, dispone un nuevo volumen en dos estratos horizontales y un zócalo y tres cajas de obra vista con unas ventanas arqueadas parecidas a otras que se pueden encontrar en edificios existentes, en la misma posición. El zócalo inferior del volumen superior es un simple lucernario, una fachada acristalada rematada con metal que pasa de la manera más neutra posible tras el coronamiento complejo del edificio existente. Por encima de eso aparecen las cajas que, totalmente aplomadas, continúan en el interior del edificio sin variaciones, hasta tres metros del suelo. Y más: Starck salva las dos primeras crujías de la fachada, o las reconstruye, creando un espacio de unos diez metros de profundidad. Se podría pensar que allí dispondrá filtros, elementos de comunicación verticales, locales, etcétera. Cierto. Al igual que en el resto del espacio. Es decir, su estrategia es la de la confusión: una vez establecido un sistema, el arquitecto se mueve libremente por todo el solar, sin diferenciar lo viejo de lo nuevo, obviando completamente las estrategias clásicas para afrontar proyectos así. Como si todo fuese de nueva planta. Como si el almacén existente fuese su entrada. Starck opera como Miralles en el ayuntamiento de Utrecht, o como lo hace (y lo hubiese hecho más de no haber muerto en el proceso) en el mercado de Santa Caterina, o como en su casa: a través de los movimientos de los usuarios, de las sensaciones, de la narración. Con edificaciones complejas. Definitivamente hubiesen podido ser socios.

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La Alhondiga desde la plaza adyacente, que, junto con el edificio torcido en primer término, son obra de Federico Soriano. Están tan vacías porque no supo resolver la diferencia topográfica entre el acceso al edificio y las calles circundantes. 


La nueva estructura: un cierto manierismo vintage, pilares muy esveltos, dos tramas de vigas en celosía cruzadas a cuarenta y cinco grados. La estructura que soporta el zócalo y el ámbito que crea parece una suma de Terragni + el Gran Palais + un Piranesi sin escaleras con los pilares de la Neue Nationalgalerie pasado por una rave con DJs de Bristol. Algo de Blade Runner. El edificio viejo se exhibe impúdicamente, sin revestimientos, tal cual, con sus estructuras metálicas al aire confundiéndose con las nuevas, evidentemente pintadas contra el fuego con algún tipo de pintura de alta tecnología que apenas tiene textura.
La organización en planta del edificio es muy clara: el interior, separado del exterior por la crujía de acceso, se parte en cuatro cuadrantes irregulares. Una de las esquinas del edificio está mordida a 45º y presenta unos arcos de acceso que son el rasgo del edificio más parecido a la arquitectura de Domènech i Montaner. El cuadrante que le corresponde está vacío y exhibe la estructura de soporte del zócalo superior antes descrita. Sobre ella se disponen unas placas alveolares de hormigón prefabricado que permiten unas luces cortas enormes: una placa alveolar cubre diex o doce metros con menos de treinta centímetros de canto más cinco centímetros de capa de compresión y soporta unas cargas brutales, dando un acabado interior muy digno al que aquí se ha renunciado revistiendo el cielo raso con unas placas acústicas con guía oculta. El espacio, un hall de distribución completamente vacío, una plaza interior cubierta, es bellísimo.
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Los otros tres cuadrantes se ocupan con las cajas de ladrillo que habían salido antes en la descripción del exterior, más pequeñas que los cuadrantes que las alojan, de medidas irregulares, dispuestas en ángulos extraños entre ellas y respecto de la estructura, dignificando los espacios residuales.
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Las cajas no tocan el suelo, quedando interrumpidas a unos tres metros del suelo dejando la planta baja completamente libre. Las casetas de información y el acceso al sótano quedan flotando en los intersticios.
Las tres cajas se soportan con una trama regular de pilares metálicos cada pocos metros muy convencional. Cada pilar se reviste con una chapa metálica enmoldada en forma de columna. La mayoría son salomónicas, y no hay dos iguales. Algunas son tan excesivas que no desentonarían en un restaurante chino. Los diseños corresponden al escenógrafo Lorenzo Balardi, y sólo he echado en falta una maqueta a escala cincuenta es a uno del exprimidor que constituye la pieza de diseño más famosa de Starck, comercializada por Alessi.
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Dos cajas tienen el mismo ritmo de forjados y ventanas (las ventanas son exactamente iguales a las existentes en el exterior: las cajas no se cambian si están dentro o fuera). La tercera, que contiene un gimnasio, tiene un ritmo extraño respecto las otras dos, con sólo dos pisos interiores por tres las otras, y sus ventanas están escaladas homotécicamente. El encuentro con el suelo de la caka del gimnasio es singular. La estructura de soporte estorba, así que, sencillamente, se hace desaparecer. La tranquilidad con la que lo hace es tan absoluta que la vista casi no lo nota: la caja sólo tiene estructura perimetral.
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Toda la intervención sobre rasante es de estructura metálica, pilares y jácenas preferentemente en celosía. Las tres cajas también. Cada una de ellas representa un sistema estructural distinto. La de dos pisos se realiza con forjados metálicos rígidos de gran canto formados por vigas en celosía que permiten ser soportados por muy pocos pilares, sólo dos filas en fachadas opuestas. La primera de las dos cajas de tres pisos ata los forjados entre ellos con una trama regular de pilares perimetrales que permite que toda la caja se transforme en una gigantesca viga virendeel. La última caja cuelga de su último forjado.
Esta organización en cajas, igual que el resto, es un punto de partida usado como si no tuviese nada que ver con el arquitecto que lo ha creado. La planta baja libre obvia toda organización. Las fachadas abiertas, urbanas, al interior. Un edificio histórico que simultáneamente se mima y se trata sin complejos y que, finalmente, se hace desaparecer si se da el caso como si el proyecto fuese sólo el interior o el pavimento.
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Como Miralles, como Gaudí: el arquitecto no se plantea ninguna disyuntiva. Siempre se incluye todo. Blanco y negro, pequeño y trande. Siempre todo. Así es Starck.
Que, además, amuebla, decora, ilumina. Diseña los bares. Rotula. Se puede llegar a pensar que, de haberle dejado, habría diseñado con idéntica solvencia la ropa de los trabajadores, el menú de los rrestaurantes, siempre haciendo esto y lo otro a la vez: la decoración es parte integrante del proyecto, coherente con él pero con ese punto gratuíto, irracional, que da a cada elemento un frescor y una autonomía propias. La luz viene de cualquier sitio: de las lámparas de diseño propio y ajeno. Del mobiliario. De la estructura. De la señalética. La iluminación natural es fundamentalmente cenital y entra por el muro cortina tras el coronamiento original. También por la piscina, tras el suelo de vidrio que rellena los intersticios de la estructura metálica que la sostiene. Los bañistas son el matiz, la persiana que filtra la luz, la diversión, la ornamentación, el morbo, la sordidez.
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La luz artificial: cielos rasos, bancos, escaleras, cubos luminosos: todo encendido. La iluminación está controlada, dejando grandes zonas a contraluz. Cantidad y calidad a la vez. El resto se parece más al Starck que conocemos. Lo que sorprende de él para los que no conocíamos esta faceta suya de diseño a gran escala es la capacidad de atar coherentemente todas las piezas, de jugar todos los roles y de hacerlo sin despeinarse.
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Philip Starck siempre me ha parecido un arquitecto circunstancial. Alguien a quien el título se le queda pequeño. Parece saber hacer de todo, sin límites: de bambas a despertadores, de edificios a escobillas de water. Nada hace pensar qeu este talento sea tan sólo una suma de talentos bien fichados: denota capacidad empresarial mezclada con una enorme responsabilidad filtrada con grandes dosis de sentido del humor. Esperaría que hiciese más edificios de esta escala con esta solvencia, pero me conformo con que siga haciendo lo que le dé la gana, y por muchos años. 
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