Nacen, crecen, pierden el sentido del ridículo, se reproducen y triunfan como la coca-cola. Los peculiares protagonistas de Jersey Shore (y sus franquicias) vuelven a poner de actualidad una incógnita de inquietante calado humanístico: ¿son más felices los tontos? ¿o son más listos que todos los demás?
En el planeta Tierra el hombre siempre supuso que era más inteligente que los delfines porque había producido muchas cosas —la rueda, Nueva York, las guerras, etcétera—, mientras que los delfines lo único que habían hecho consistía en juguetear en el agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines siempre creyeron que eran mucho más inteligentes que el hombre, precisamente por las mismas razones.
Douglas Adams lo plasmaba así de contundentemente en su Guía del autoestopista galáctico. Mike Judge, el padre de Beavis & Butthead, rodaba en su recomendabilísima Idiocracy una distopía en la que los chonis se reproducían en bandadas mientras las personas con C.I. alto y cultura exquisita se extinguían por sus altos estándares a la hora de casarse y engendrar descendencia. Bienaventurados los tontos, porque de ellos será el reino de los cielos.
¿Crisis, ansiedad, angustia, depresión? Al mínimo asomo de disconformidad con la vida, un no te ralles a tiempo y espetado con el suficiente estilo y chulería, ahorra miles y miles de euros en largas terapias psicológicas.
Que en el fondo medio nos consolemos pensando que los jerseys televisivos (y sus émulos locales) están condenados a unas vidas vacías en las que no conocerán las alegrías de la superación personal, la lucha por conquistar la propia autonomía y la dignidad humana, no obsta para que en una parte de nosotros, un diablillo choni y tatuado nos susurre al oído si no sería mejor no pensar y no luchar tanto y dedicarse a disfrutar simplemente de comer, beber, ligar, lucir cuerpo serrano y gastar en euros como si no hubiese un mañana. Y quizás no lo haya.
A veces pensamos qué clase de pecado hemos cometido para habernos dotado de una mente insidiosa que se fuga del presente y retiene los dolores y recuerdos o se obceca en replegarse en un conformismo infeliz esperando algo mejor para mañana. ¿Qué demiurgo cruel nos arrebató la capacidad de ser delfines y nos condenó, como a Prometeo, a pagar el fuego del conocimiento con infames e interminables comeduras de tarro?
Desconozco cual será la trayectoria vital de los alegres vecinos de Jersey y Gandia Shore. Quizás dentro de 50 años sigan petándola a ritmo de gintonics en un hipotético Inserso Shore, paseando siliconas cretácicas, hígados ya robóticos y tatuajes tan dispersos como las neuronas de sus dueños. Saltando de subidón en subidón, sin sentarse a perder el tiempo haciendo recuento de lo que han aprendido o sin preocuparse de nada más allá que el minuto siguiente. ¿Son más felices? Siempre que las fuentes externas no se agoten, puede que sí. ¿Y qué nos aguarda a nosotros? El otro camino: el aprender a ser felices sin egos, sin siliconas, sin tatuajes, sin gintonics, sin fiestas, sin ligues, sin euros y a veces, hasta sin nadie que nos tienda una mano, salvo nosotros mismos.
Pero a fin de cuentas, la clave es la misma para todos: como diría Sammi Sweetheart siempre y cuando esté haciendo algo que me gusta, lo paso bien.
¿Y tú que crees? ¿Quienes son más felices?
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