Aunque hispanizó su nombre en Talarico, y así le llamábamos sus alumnos, debía de llamarse Talaric C. Roberts Jr., o algo así, porque era americano, de los Estados Unidos de América. Fue, durante un curso, mi surrealista profesor de inglés en la Escuela Universitaria de Magisterio. Era enorme, en todos los sentidos de la palabra. Una especie de inmenso oso polar con pelo a cepillo y gabardina de espía, del tamaño de una tienda de campaña. No me explico ni por qué llegó a Albacete —debió de ser mediante un intercambio o algo parecido—, ni cómo consiguió dar con nosotros, en estos inhóspitos páramos, dado que la Geografía no es uno de los puntos fuertes de la educación estadounidense. Si no calculo mal, corría el año 1972. Yo tenía, pues, 18 años y el pelo muy largo, como siempre. De tratarse de un intercambio de docentes, al menos debimos enviar dos a Estados Unidos y, aún así, perderían en el cambio. En realidad, el asombro se debía a mi inexperiencia y falta de mundo en aquellos tiempos, pues en el gremio de los docentes, desde 1976 también mío, hay muchos personajes, como he sabido después, dignos de ser declarados de interés turístico y de aparecer en guías y rutas junto a los Toros de Guisando, la bicha de Balazote o el Acueducto de Segovia, tan merecedores de estudio, contemplación y análisis como tales monumentos. El hecho es que Talarico destacaba entre todo lo que yo, hasta el momento, había conocido. Por su nombre y aspecto, debía de descender de los godos, aunque pensando en sus ancestros europeos, más que a lomos de un caballo de su talla, si es que los hay, me lo imaginaba yo en la borda de un barco vikingo Guadalquivir arriba o en una ría gallega, asomando la gaita coronada por los cuernos del casco tras la barandilla, los ojos inyectados en sangre y espada en alto, rugiendo con su voz atronadora, participando en alguna incursión a sangre y fuego. Si godos fueron sus ancestros, también se asombrarían de ver a su retoño, tan crecidito, volver a un territorio que ellos, como todos los pueblos del Mediterráneo y casi todos los del resto de Europa, habían invadido alguna vez hacía siglos. Y esta vez en son de paz, a enseñarnos inglés. En la Escuela de Magisterio, aunque todavía había dos puertas de acceso, una para niñas y otra para niños, ya nos dejaban subir juntos. De hecho, yo asistía a clase en un grupo mixto, el de inglés, el menos numeroso, pues los de francés formaban dos grupos, uno masculino, otro femenino, con unos 80 alumnos cada uno. Enseñanza personalizada, como nos enseñaban que debe ser. Como fue la primera vez que tan liberal agrupamiento era consentido, éramos la envidia de nuestros segregados compañeros y compañeras, que más parecían asistir a una sinagoga que a un centro universitario, que tal categoría adquirió en aquellos años, dejando de llamarse "Escuela normal", denominación anfibológica y confusa que puede llevarnos a suponer que existían otras que no lo eran. De todas formas, si no recuerdo mal y tal vez para poner orden, entre el alumnado se encontraban en mi clase dos curas y dos monjas. Y se encontraban fácilmente, pues las monjas, un encanto, iban ataviadas por sus hábitos de dominicas, blancos y negros, como los inquisidores. Nosotros en trenca, con su capucha y sus alamares. Cuando digo que eran un encanto, no lo digo por agradar, ni en tono irónico, que sería impropio de mí, sino porque resultaron unas excelentes compañeras, inteligentes, risueñas, simpáticas, comprensivas y tolerantes. Tolerantes habían de ser cuando soportaban nuestros humos pues, aunque ahora parezca inverosímil, fue ese año cuando se nos permitió fumar en clase, cosa que hacíamos con liberalidad. Duró poco tanta amplitud de miras, pues eran tiempos confusos, y no me imagino ahora que un estudiante aflore de entre tales brumas en la pizarra para responder a las preguntas del profesor con un cigarrillo en la mano o la pipa en la boca, que también los había. ¡Qué bien olía el Amsterdamer! Aunque el contacto se ha perdido con muchos de estos compañeros y compañeras de clase, todavía conservo la amistad de Elia, una de las monjas, maestra ahora, como yo, en un colegio público. Había una inflación en España por aquel entonces del 7,363 %, moderada si se compara con la de Chile, en ese mismo año, del 163,378 %. En USA era del 3,406 %. Para comprar un dólar, había que poner 63,47 pesetas encima de la mesa. No era poco, pues con 215,16 pesetas también se podía comprar uno un barril de petróleo, que es lo que ahora pagamos por un litro de gasoil. El cambio debía de favorecer a Talarico, pues todo le parecía barato.
Más de una vez, el mixto de inglés en pleno nos fuimos a La Cabaña, cafetería situada en el Altozano, a tomarnos un café con nuestro amado profesor. En santa procesión, iniciada a veces en fila de a uno sobre la línea central de la avenida de España —entonces llamada del Gobernador Rodríguez Acosta—, recorríamos el kilómetro largo que nos separaba del mencionado café. Aunque eran épocas rigurosas y de control estricto del movimiento y el pensar de los ciudadanos, entonces súbditos, ya en los últimos años del franquismo, ese rigor y ese control se centraba en evitar que nadie asomara la oreja ideológica más allá de lo permitido, que era poco. En lo demás, nadie se extrañaba de nada. Vivíamos sumidos en un caótico y creativo desmierde, si se me permite la expresión. No sé si ahora serían posibles tales enseñanzas peripatéticas, ni siquiera acogiéndose a los precedentes de Aristóteles o Teofrasto. Llegados a La Cabaña, invitábamos entre todos a Talarico a un café y él nos lo pagaba a todos los demás. Lo que de injusto y desequilibrado tenía esa rara forma de pagar a escote, no parecía importarle. El padre de uno de mis compañeros debía de tener una agencia de viajes o algo así, porque él, algunos días, se llevaba a clase un autobús, que en aquellos tiempos se podía aparcar sin problemas en los solares y bancales que rodeaban nuestra escuela, ahora céntrico instituto rodeado de altos edificios. De forma que éramos una clase con autobús propio con el que nos acercaba o alejaba a lugares diversos, entre ellos al campo de fútbol, donde se impartían las clases de educación física, pues nuestra escuela tenía capilla, pero carecía de gimnasio. Como era mixto el grupo, los unos usábamos los vestuarios del local, las otras se calzaban los pololos en los del visitante. Como no nos daba tiempo a ducharnos, luego olía el aula a zurrón de peregrino.
De las clases de inglés, recuerdo haber llegado a tener alguna en el mencionado estadio Carlos Belmonte, cercano a nuestra escuela, sede del Albacete Balompié. Talarico de portero, tapando media portería y los demás lanzándole penaltis. Todo ello en inglés, como debe ser. Dentro del aula, en un segundo piso al que llegaba sin resuello y bramando contra la falta de ascensor, éramos nosotros quienes le enseñábamos castellano a él, que no andaba muy suelto. Ya nos debe haber perdonado, porque nuestras enseñanzas no hacían más que aumentar su desconcierto y confusión sobre géneros y subjuntivos. No se merecía la crueldad con que algunos compañeros le ilustraban: —Se dice “el pared”, no “la pared”, le corregían. Él, nos miraba dubitativo y confuso por encima de sus gafas y tomaba nota en un pequeño bloc. Como aún éramos maestros en ciernes, espero que no calaran en él tales doctrinas lingüísticas, que le habrían llevado a tener un uso peculiar de nuestro idioma. Además, al final nos aprobó a todos.
De Talarico y de mi amigo José Ángel, me viene pronunciar “water”, “better” y demás como si fuera de Illinois. También de Hamed, (con acento en la e), o algo así, que nunca vi su nombre escrito, un amigo de unos años más tarde, militar americano que estuvo varios meses en Albacete instalando radares. Se alojaba en el Hotel "Los Llanos", de cuatro estrellas, sede de una discoteca que yo solía frecuentar, “Zodiac”, donde le conocí —también a las bailarinas brasileñas que actuaban en los Festivales de España— y donde acabé pinchando discos hasta la madrugada para sacar unas pelas y cuadrar el presupuesto. No recuerdo de qué, pero también entonces nos desternillábamos de la risa, sacándole, como ahora, punta a todo. Hemos disfrutado mucho de la lengua y me refiero a la de Cervantes y, a veces, a la de Shakespeare. Me proporcionaba Hamed cartones de Winston americano, traído de Torrejón. En aquella época, cuando aún no nos la cogíamos con papel de fumar, podía decir, sin faltar, que mi amigo, un americano de dos metros, era negro. Será por la edad, pero aquellos días debían de tener más horas que los de hoy, porque sacaba tiempo para leer a Hermann Hesse, Borges, Quevedo o Teilhard de Chardin, ir a menudo de acampada a Riópar, La Toba o Yeste, tomarnos unos "manchaos" en el "2 de la Parra", estudiar lo suficiente para sacar los sobresalientes y matrículas de honor con que aplacar a mi padre , disipando su inquietud por mis pelos, mis costumbres y mis horarios, a la vez que estaba en un grupo de música, no recuerdo si “Distorxion” o los inicios de “Cristal”, ensayando varios días a la semana. Pero eso es otra historia.