Retornar a la soltería es, para muchos, como aventurarse en un baratillo repleto de saldos dispuestos a rebuscar en pos del último chollo. ¿Queda esperanza ahí fuera?
Lo confieso. La frase me resulta algo antipática. La primera vez que se la escuché a alguien, la imagen que se me vino a la cabeza fue la de un puesto repleto de mustias lechugas de oferta. En algún momento, o varios, de nuestras vidas, todos somos parte de ese mercado. Lo deseable e ideal es que cuantos se incorporasen a ello, fuesen personas que hayan transitado sus duelos, aprendido a estar bien solos y resuelto sus carencias emocionales.
Pero sucede que muchas veces entramos de lleno en la búsqueda y captura de nuevas historias estando como benditas regaderas. Bien porque salgamos de alguna ruptura que nos ha dejado tocados y hundidos, bien porque queremos amores de adultos con mentalidades adolescentes (o viceversa) o bien porque no sabemos qué diablos hacer con nuestras vidas cuando no tenemos pareja.
¿Qué es el mercado? Sería ese totum revolutum de personas de todos tipos y pelajes que se encuentran disponibles para iniciar un relación de pareja. Estar disponible, tenemos que recordar, no es lo mismo que estar preparado. Fuera de este mercado se incluirían aquellos que se encuentran, como diría Walter Riso, en huelga afectiva y quienes hayan encontrado a los respectivos amores de su vida y no tengan el menor interés en soltarlos.
El mercado está muy mal, dicen. Tengo miedo a sufrir, escucho yo entre líneas. Y lo comprendo. Porque era mucho más fácil cuando uno era más simple que el mecanismo de un botijo, creía en los príncipes y las princesas y engalanaba a cualquier ser humano medianamente presentable con el potencial que sólo pueden tener los amores idealizados. Al final, tú entras en el mercado porque es lo que te viene quedando cuando te expulsan del paraíso perdido.
Atrapados todavía entre la necesidad de seguir soñando y de asumir la cruda realidad, vagabundeamos por el infinito bazar de los antepenúltimos trenes, sin saber si uno quiere subirse a otro viaje o quedarse en la estación por si pasara el siguiente.
Y queriendo vivir, como en aquella película de Gwyneth Paltrow, dos (mil) vidas en un instante.
En mi propio proceso para poder liberarme de la dependencia emocional que había lastrado mi vida afectiva durante años, me interné por un tiempo en aquella supuesta galería de los horrores solteriles que me advertían amigos y allegados. Lo hice por pura inercia: estaba tan acostumbrada a estar siempre con alguien, que no acababa de concebir la vida de otra manera.
Sin embargo, para entonces me ocurría dos nuevas cosas: tenía tal desgaste emocional que no podría haberme enamorado aún queriéndolo con todas mis ganas y además, había adquirido la contundente certeza de que la pareja por sí misma no servía para hacerme feliz. Establecer citas, conocer gente e introducirme en un contexto de ligue sin sentir la compulsiva necesidad de ser amada por quien fuera, me permitió empezar a ver muchas situaciones desde un punto de vista diferente.
En la butaca de espectadora, descubrí que lejos de encontrarme con la desolación profetizada, lo que circulaba por el mercado eran otros seres humanos normales y corrientes. Personas dolidas, sí, con miedos, también, pero nada diferente a lo que yo misma llevaba conmigo.
Recuerdo, por ejemplo, a un hombre que acababa de divorciarse de su pareja de toda la vida e intentaba de alguna manera reproducir su vida anterior con alguna nueva persona. Pude ver sus dudas, su soledad, su sentirse perdido y no me pareció ya un extraño. Por unos instantes, vi a un hermano.
Di con un par de hombres que evidentemente estaban casados y buscaban tener una aventura. Mi ego pataleó un poco al verme considerada como un potencial segundo plato. Podía ser una lechuga mustia, pero ¡tenía mi orgullo!. Tuve que recordar que mi autoestima era asunto mío. Que no podía dejarla en manos de otras personas y mucho menos de personas casi desconocidas que engañaban a sus parejas. Al dejar de lado el ego, sentí compasión.
Di con personas muy seductoras, con muchas promesas y muchas prisas. La clase de amores explosivos que a mí me hubieran enganchado en otros momentos. Me vi de nuevo en estas personas y vi su vacío interior, esa hambre imperiosa de ser amados a cualquier coste. Y sentí el sincero impulso de perdonar y perdonarme por estar tan hambrientos.
De estas y otras historias no me llevé una pareja, pero aprendí algo igualmente valioso, que forma una parte sustancial del aliento que impulsa esta página. Aprendí que el miedo te deja ciego y a veces, hasta sordo y mudo. Porque cuando no hay miedo, es como si de repente la realidad se despojara de todas sus capas aparentes y empezase a emerger lo que es esencial. Que no somos enemigos. Que el mundo no está lleno de potenciales amenazas afectivas. Que la mayoría de la gente sufre y hace las cosas como puede, como le es acostumbrado, como sabe o como le enseñaron. Que nadie nació para solucionarte la vida, pero tampoco nadie nació para arruinártela. Y sobre todo, que una vez te despojas de la necesidad, dejas de tomarte los problemas, traumas, dolores y carencias de los demás como una ofensa personal.
Una vez asimilado y comprendido que somos seres imperfectos y que nadie tenía poderes mágicos para sacarme de mis miserias, seguí mi camino libre de esperanzas y por primera vez en mucho tiempo, ligera de equipaje.
¿Está tan mal el mercado? Depende. Si no has afrontado tus propios traumas o miedos y pretendes buscar el chollo perfecto entre las mustias lechugas, es muy probable que acabes renegando o tirando la toalla. Si buscas conocimiento y comprensión, puede que te encuentres con la realidad de que el mercado está mucho mejor de lo que parecía a simple vista.