“¿Sabés...?” le preguntó él muy serio, interrumpiendo la conversación que venían teniendo, casi como si hubiera estado guardándose algo difícil de contar y no pudiera esperar para sacárselo de adentro. Ella le dijo que no, que no sabía, y contuvo el aliento, un poco temerosa ante las innumerables y nefastas posibilidades. “Te puedo oler desde acá.”
La mujer se rió ante ese gran anuncio, aliviada y divertida a la vez. Relajándose nuevamente, arqueó una ceja y preguntó: “¿Me olés desde ahí? ¿Qué olés?”
“A vos.”
Ella insistió. “¿Y a qué huelo?”
Su voz sonaba irritada cuando contestó: “¡Mi Dios, olés a vos!”
La respuesta tenía tal convicción y autosuficiencia, que la mujer no pudo resistirse. Incorporándose en el sofá, se sentó a lo indio y enroscó el cable del telefono en su muñeca, casi como un estrangulador lo haría antes de atacar.
“Bueno, vos olés rico y picante. Es una mezcla de espuma, tabaco y el aroma propio de tu piel. Siempre el mismo, además. Olés sabroso, tibio y fresco a la vez.”
Deslizando sus dedos por el cable enredado, cual si fueran sus manos, siguió. “El olor a tabaco en tus dedos es más pronunciado, intenso y desvergonzado, casi pecaminoso. Es un olor que me enloquece.”
Él solo respondió con un 'ajá' extrañamente ronco, así que ella siguió provocando. “Tu sexo también tiene un olor especial, huele a... pan caliente, algo así, un olor familiar, seductor y sensual.”
“¿Sí?”
“Sí. Adoro su olor.” Ella sonrió y su sonrisa, reluciente en la oscuridad, ya se parecía a la del Gato de Cheshire. “Me encanta cómo olés, pero cuando estamos juntos el olor de tu piel cambia, se enreda con el mío y se convierte en un aroma áspero y almizclado, casi empalagoso. Olor a sudor y pasión.”
Lo oyó exhalar; lo imaginaba con el tubo del teléfono presionado contra su oído, inmóvil, atrapado por sus palabras como un pez en un anzuelo verbal.
“Tu boca, tu aliento, huele a una mezcla de menta fresca y tabaco otra vez; ahí el olor se confunde con los sabores, claro. Tu saliva es limpia y dulce, como el agua.”
Ella esperó un par de segundos, disfrutando del sonido irregular de su respiración, antes de dar el golpe de gracia. “Así que cuando te pregunte a qué huelo, no me digas: '¡mi Dios, olés a vos!'”
Tuvo que apartar el tubo de su oído, tan fuerte fue la carcajada que le respondió, y ella le hizo eco con su propio deleite. Cuando dejaron de reír, pudo al fin preguntar:
“Te tapé la boca, ¿no?”
“Sí.” dijo él, casi sin aliento por la risa.
EriSada