Groucho Marx marca el número de centralita: “Telefonista, quiero solicitar un número”. “¿Qué número quiere?”, responde ella. “¿Qué números tiene?”, replica él… Simpática anécdota que se une a los múltiples millones de chistes que hay sobre llamadas telefónicas, cruces de líneas y conversaciones absurdas, algo roto hoy por culpa de otra de esas demostraciones de que el mundo se va por el sumidero: los teleoperadores y el telemarketing. O, lo que es lo mismo, la gente que, amparada por una legislación permisiva con las grandes compañías, se permite el lujo de molestarte en tu casa o en tu móvil a todas horas con el fin de vomitarte encima en tiempo récord -grabando la llamada, incluso contratando servicios de viva voz, sin firma y sin posibilidad de pensar o informarte más detenidamente de lo que te cuentan- las virtudes de tal o cual compañía telefónica, de electricidad, de seguros, etc. Un asco. Más morralla consumista a esquivar, otro obstáculo capitalista más, esta vez introducido en nuestra propia intimidad merced a los políticos que legislan para los negocios, no para las personas. Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), también llamada en España Número erróneo, o también Perdón, número equivocado, pertenece a otro tiempo, a aquel en que los teléfonos no podían existir al margen del cable que los conectaba a la pared, al mundo de circuitos, comunicaciones y conductos que, desde una centralita telefónica al margen de satélites, llevaban a cualquier lugar del mundo, entre zumbidos, ruidos varios, e interferencias. Un mundo del que no hace tanto: sin ir más lejos, un servidor acompañaba a su madre a la centralita telefónica del pueblo, en los veranos de la niñez, cada vez que ella quería llamar a Zaragoza (a apenas cien kilómetros de distancia), debiendo introducirse en la cabina habilitada al efecto en la oficina correspondiente (hablamos de principios de los años 80…). Un tiempo en el que no existían las ventajas de los móviles ni de sus hipertrofias con pantalla táctil, las mismas que han generado esa nueva especie de zombis urbanos que circulan por la calle con la cabeza metida en una pantalla diminuta, perdiendo el tiempo, la vida y la inteligencia, si la hubiere -y también la mínima decencia y atención necesaria para transitar por la calle sin jorobar a tus congéneres- en utilizar un cachivache tecnológico de utilidades más que atractivas para, casi siempre, soplapolleces y mamarrachadas. Nunca el ser humano dispuso de medios de comunicación y de acceso a la información más rápidos y llenos de posibilidades; nunca el hombre usó los medios de que dispuso para una estupidización colectiva generalizada tan extendida como la de hoy. Eso, además de que hace años que no puedes quedar a tomar un café con nadie sin que el móvil interrumpa una y otra vez la conversación, de manera que la charla se ve constantemente salpicada de una soledad repentina, y más o menos duradera, mientras el acompañante sale a la calle tiempo y tiempo, generalmente para hablar de tonterías que pueden esperar o que no hace falta ni discutir.
Volviendo a la película, Voces de muerte es una cinta algo camuflada por culpa de la coincidencia de su año de estreno, 1948, uno de las mejores cosechas de la historia del cine: El tesoro de Sierra Madre, Fort Apache, Cayo Largo, Carta de una desconocida, Ladrón de bicicletas, Tres padrinos, Alemania año cero, Río rojo, Secreto tras la puerta, La ciudad desnuda, Macbeth, Hamlet, Las zapatillas rojas…, entre muchas otras, hacen que películas extraordinarias de ese mismo año hayan pasado un tanto desapercibidas para la posteridad del cine o para el aficionado. Sin embargo, en el subgénero de “misterios telefónicos” dentro del cine de intriga y suspense, es uno de los títulos más óptimos y disfrutables, lejos de los problemas habituales de este tipo de cintas, es decir, que las resoluciones de las tramas no suelen estar a la misma altura de interés y dramatismo, y también de coherencia narrativa, que el planteamiento de los conflictos (hay un libro por ahí, editado por la Compañía Telefónica Nacional de España, cuando se llamaba así, que recoge la importancia del teléfono en el cine a través de películas y secuencias en las que desempeña una función de vital importancia; lamentablemente, el libro, ansiado por un servidor como agua de mayo, debe de estar descatalogado o sumido en la oscuridad de los tiempos, porque resulta ilocalizable). Dirigida por Anatole Litvak (volvemos a ocuparnos de él tras La noche de los generales y Un abismo entre los dos), la película adapta al cine una obra de teatro radiofónica de Lucille Fletcher, y este cariz hertziano se traslada, como no puede ser de otra manera, a la estructura y a la forma exterior de la película. Porque, como si de un montaje de Miguel Gila se tratara, el teléfono ocupa un protagonismo central en el argumento y en la puesta en escena de este absorbente misterio: Leona Stevenson (Barbara Stanwyck) es una mujer enferma que dirige su negocio, una importante fábrica de productos químicos en la que está asociada con su padre (Ed Begley), desde el teléfono de su dormitorio; un día, intentando llamar a Henry, su marido (Burt Lancaster), que trabaja en la fábrica en un puesto directivo pero no demasiado decisivo, el teléfono sufre una interferencia y Leona es testigo mudo de una conversación entre dos hombres, un amenazante intercambio de frases contundentes que no es sino un plan minucioso para penetrar en una casa y acabar con la vida de una mujer. Leona sentirá súbitamente la angustia propia de haber asistido a la preparación de un crimen sin haber tenido la oportunidad de escuchar la identidad de la presumible víctima, pero pronto este desasosiego se convertirá en auténtico pavor: ¿y si esa víctima inminente es ella misma?
La película adquiere así, por tanto, desde su escena inicial, un tono fatalista, trémulo y desasosegante que absorbe al espectador y lo lleva a un carrusel de emociones y peligros. La postración de Leona en la cama obliga a que sus secuencias tengan siempre lugar a través del teléfono, con lo cual la cinta destila un tono teatral, propio de su fuente literaria -aunque se escribiera para la radio-, en el que las palabras y las voces cobran importancia más determinante que la acción propiamente dicha. Lo mismo ocurre con sus interlocutores (el policía al que acude en primer término, el médico, su antigua amiga de la universidad…), por lo que, durante estos fragmentos, la película deviene en estática y poco dinámica, por más que no pierda ni un ápice de interés. Esta quietud aparente, con un torbellino de emociones que circulan soterradamente o entre líneas -telefónicas- viene compensada, no obstante, con los sucesivos flashbacks, algunos incluso encadenados a otros ya puestos en imágenes, a través de los que se van relatando los avatares complementarios que explican los acontecimientos que están transcurriendo alrededor de la situación de Leona, hechos del pasado que, poco a poco, van conformando el intenso y amenazante presente de la mujer. De este modo, sabremos de Henry, de cómo Leona y él se conocieron en la universidad, de cómo ella le robó el novio a su mejor amiga, de cómo él, farmacéutico de profesión pero cuyo origen humilde le obligaba a desempeñar trabajos de inferior exigencia y retribución, vio en ella, la hija de un adinerado industrial del ramo, la oportunidad de prosperar económicamente…, hasta la eclosión final de un misterio en el que las tensas relaciones familiares de Leona y su padre, la ambición de Henry o los propios miedos de Leona explican el origen de su enfermedad, su oscura naturaleza y una personalidad ciertamente ambivalente, mientras que, oímos, no vemos, como si de la radio se tratara, el desenlace último de una historia que nos sobrecoge y nos atrapa.
Barbara Stanwyck, cabeza de cartel de la película (y nominada al Oscar por ella), borda su personaje de mujer secuestrada, en primer lugar, por la enfermedad, y también por la situación en la que se ve envuelta sin esperarlo, aunque el espectador poco a poco descubrirá que su cárcel está constituida más bien por otra naturaleza muy distinta, mientras que Burt Lancaster, en trayectoria ascendente tras su magistral dupla de películas negras para Robert Siodmak (Forajidos, de 1946, y El abrazo de la muerte, también de 1948), cumple con suficiencia con su, en este caso, personaje secundario. Entre el reparto, destaca la presencia de la rubia Ann Richards (vista en Cartas a mi amada, la joya de William Dieterle de 1945), de Wendell Corey como doctor, y también de William Conrad, ya visto junto a Lancaster en Forajidos, y futuro detective televisivo de orondo perfil. Entre los elementos técnicos, ese cierto estatismo visual de, por ejemplo, el barroco dormitorio de la ricachona, abigarrado cúmulo de mobiliarios y objetos caros y de alfombras, sedas y cortinajes, o del despacho de su padre, sólida y solemne habitación forrada de madera, con chimeneas, retratos y caros tresillos de piel, se extiende a las demás localizaciones, la mayoría de ellas en interiores (apartamentos, despachos, restaurantes, salones de bailes; como excepción, la huida nocturna en coche de Henry y Leona la noche de su enamoramiento), y viene acompañado de una vibrante partitura de Franz Waxman y de los ecos expresionistas propios del cine negro creados por el eminente director de fotografía Sol Polito.
Producida con el sello Hal Wallis para la Paramount, Voces de muerte es una intriga hoy imposible. De la misma forma que, por ejemplo, en Extraños en un tren, hoy no les daría tiempo ni para esbozar una idea de asesinato si viajaran en AVE (antes de pronunciar la palabra “matar” los protagonistas ya habrían llegado a su destino), esta película permanece encadenada a su tiempo, atada a la pared por el cable del teléfono, a través del cual fluyen los negocios y los dólares, y en dirección inversa, el desengaño, la frustración y la muerte. Casi como la vida misma.