Hay películas que golpean. Hay películas que duelen. Y hay películas que te dejan completamente abatido, como es el caso de The imitation game (Morten Tyldum, 2014). Pocas veces se queda un sabor de boca tan amargo y se siente un puñetazo tan demoledor en el estómago como el que consigue crear la última criatura de uno de los máximos estandartes del cine noruego contemporáneo, gracias a películas como Headhunters (2011). The imitation game es la primera cinta británica en la filmografía de Tyldum y también su primera obra maestra. Biopic acerca de Alan Turing, visionario matemático que pasó a la Historia por descifrar el código de la máquina Enigma, la cual usaba la Alemania nazi para camuflar sus mensajes, la película es un prodigio a todos los niveles. Lo que más llama la atención es la interpretación de Benedict Cumberbatch, actor que da vida a esta científico condenado por homosexual por la misma sociedad que él mismo ayudó a salvar; y es que con su minucioso trabajo de investigación se pudo adelantar el final de la Segunda Guerra Mundial y salvar 14 millones de vidas. El actor ofrece un recital que debería estudiarse en todas las escuelas de arte dramático por cómo logra plasmar una personalidad tan compleja y atormentada como la de Turing en pantalla grande sin esfuerzo aparente.
Sin embargo, sería una pena que la inconmensurable actuación de Cumberbartch empañase el resto de méritos de una de las películas favoritas a los Oscar 2015 con un total de 8 nominaciones. La cinta de Tyldum destaca por la forma tan didáctica con la que el debutante guionista Graham Moore, quien construyó el libreto en base a la biografía escrita por Andrew Hodges, cuenta la historia. Abruma y desarma la claridad con la que se narran estos hechos cruciales del S.XX, logrando despertar el interés de hasta el menos profano de las películas históricas. El objetivo principal es que todo el mundo entienda lo que nos están contando, algo que olvidan muchas producciones del género, que anteponen la confusa avalancha de datos y personajes antes que conseguir que el espectador medio se entere de algo. Es endiablamente fácil entrar en la historia desde el minuto uno, empatizar con el alma atormentada de Turing y, cómo no, conmoverte con uno de los clímax emocionales más potentes del cine reciente. Es admirable también cómo en todo momento se siente el latido de la Segunda Guerra Mundial de fondo sin que en ningún momento, más allá de las -muy acertadas y estratégicamente insertadas- imágenes de archivo, podamos presenciar escenas bélicas. El peligro del nazismo y del combate se palpa en todo momento a pesar de que la película apuesta por la vertiente intimista y se centra en su personaje central, desarrollando buena parte de la película en la habitación donde se reunía con su equipo para conseguir su objetivo. El hecho de concentrar la acción en la figura del científico es el principal rasgo diferenciador con la cinta Enigma (Michael Apted, 2001), que giraba en torno a los intentos de expertos británicos por descifrar el mismo código nazi que perseguía Turing.
Su solvente trabajo de montaje es otra de las bazas a tener en cuenta; resulta admirable lo bien que se alternan estas imágenes de archivo de las que antes hablábamos, y que refuerzan la dimensión histórica del film, con la propia historia actual y, a su vez, con las imágenes de la propia infancia y juventud de Turing, marcada por la muerte de su mejor amigo. Tres vertientes narrativas que se conjugan de forma excelente, que casan a la perfección y que se retroalimentan entre sí. El único reparo achacable a esta producción british por los cuatro costados -elegante diseño de producción, intachable desde el punto de vista visual, impacable fotografía del español Óscar Faura, responsable de Lo imposible (J. A. Bayona, 2012) o Los Ojos de Julia (Guillem Morales, 2010)- son algunas situaciones algo forzadas, como esa escena en la que uno de los miembros del equipo de trabajo de Turing suplica salvar la vida de su hermano ante la negativa del líder. Precisamente éste es uno de los momentos en los que se termina de poner sobre la mesa el interesante debate moral que suscita la figura de un matemático adorado por muchos y repudiado por otros. ¿Alan Turing fue un héroe o un villano? ¿Es ético condenar a muerte a un grupo de personas en beneficio del resto de la humanidad? La película acierta al no responder a ninguna de estas preguntas, limitándose a proporcionar al espectador la información suficiente para que sea ésta quien saque sus propias conclusiones.
Acaba la película y, con un nudo indescriptible en las entrañas, no puevo evitar hacerme la pregunta: ¿cómo se ha tardado tanto tiempo en llevar a la pantalla grande la vida de este ser tan inclasificable? Una cinta que, gracias a su lenguaje depurado y a la satisfactoria sensación de que no sobra ni falta nada, debería figurar en el libro de “cómo hacer un buen biopic” pero, ante todo, en el de “cómo hacer una buena película”. Un trabajo trepidante que nos obliga a preguntarnos hasta dónde hubiera llegado el talento de Turing si la sinrazón no lo hubiera condenado de forma tan prematura o la condenable situación en la que se encontraban los homosexuales hace apenas unos pocos años en países hoy algo más civilizados. Por último es un detalle la sensibilidad que muestra el director por bajar el telón en el momento exacto, privándonos de ver de aspectos tan desagradables y morbosos como el suicidio del protagonista o el proceso hormonal en el que se vio inmerso. No se puede pedir más a una película.