Estación Lomas de Zamora, Anikó Szabó
Lo primero que viene a mi mente es el enorme reloj octogonal del andén oeste de la estación Lomas de Zamora. Colgado en lo alto y meciéndose levemente, marcaba las 20:47 horas. Un reloj paciente de ojos cansados, un reloj cansado de ojos impacientes, pensé. Desde la ventanilla, veía cómo deambulaban algunas personas por la plataforma, mientras que otras comían hamburguesas recalentadas, apoyadas lánguidamente sobre los puestos de chapa. Un sujeto, con paso dubitativo, se acercó hasta el borde del andén contrario, quebró la cintura y alargó la cabeza tratando de transformar cualquier luz lejana en una esperanza de retorno a casa. Una señora detuvo a su hijo justo cuando se lanzaba a imitar al temerario. Dentro del tren donde yo estaba, hacía demasiado frío. En el asiento de adelante, una mujer de rostro abotagado y rasgos germánicos, tenía la ventanilla abierta y parecía disfrutar del viento helado que le arremolinaba los cabellos. Los pasajeros la mirábamos con hostilidad, veníamos aguantándola desde Longchamps, sin embargo, nadie se animó a decirle: “Señora, estamos en invierno, no le parece que...”. Tal vez porque a todos nos dio la impresión de que si le hubiésemos pedido que cerrase la ventanilla, la habríamos condenado a que se sofocara con los calores de su edad y de su peso. A mí la ráfaga me llegaba sólo cuando el tren reanudaba su marcha, a los cien metros, el chorro de aire ya cambiaba de ángulo y se proyectaba hacia un territorio ajeno a mi incumbencia.Un sonido neumático me anunció que se cerraban las puertas. La formación, un poco a los tirones, comenzó a andar. Bajé la vista para continuar leyendo el libro, pero no pude porque entró un vendedor ambulante en el vagón, ofreciendo a los gritos una babel de objetos sin el menor criterio clasificatorio, dejando en claro -con una voz gastada y lastimera- que aquellos que no comprásemos sus productos ingresábamos en un territorio sombrío e inconfesable del cual sólo podríamos ser liberados si el Destino nos lo colocase nuevamente en nuestro camino. En suma, su perorata no tuvo ningún éxito, no vendió ni una de sus fruslerías, pero el tipo se la agarró conmigo porque era el único idiota que lo estaba mirando. Largó sus baratijas al piso, me levantó de las solapas y comenzó a insultarme porque no le había comprado nada. Los pasajeros más cercanos se encerraron en sus periódicos e hicieron de cuenta que no pasaba nada, mientras que se veían las cabezas de los más apartados formando una especie de grada en diferentes niveles. El más lejano, subido al banco y agarrado de las argollas colgantes, estiraba el cuello para no perder detalle del espectáculo. El tipo, entusiasmado por mi pasividad, comenzó a sacudirme, mientras yo intentaba sujetarme a uno de los tantos tajos con los que habían asesinado al asiento; me sacudía con vehemencia, con odio, con resentimiento... Entonces me desperté.
Me había quedado dormido en un banco de la estación Coghlan, se alejaba un tren y tenía parada frente a mí a una gruesa señorita teñida de Rubio Barbie. Estaba vestida con un extravagante tapado marrón de piel sintética y me golpeaba el hombro para traerme a la vigilia, a la vez que me preguntaba -dos, tres, cuatro veces- si me hacía el loco o qué. Yo la miraba con ojos perdidos y asustados, hasta que algo me hizo entender que era mi novia, Clarita.
Como un helado enclenque de limón, quedé expuesto al lengüetazo brusco de la realidad.