A la sombra de los directores más comerciales, y casi sin hacer ruido, Cesc Gay se ha ido labrando una de las carreras más impresionantes de la historia del cine español. Y no es ninguna afirmación gratuita: las películas de Gay tienen un mismo denominador común, y es el poder de hacer que nos olvidemos que estamos viendo una película nada más iniciar la proyección. Algo por lo que matarían la mitad de los directores en activo. ¿La razón? Que sus obras están extraídas directamente de la más pura realidad. El último eslabón de esta meteórica carrera es Truman (2015), su sexto trabajo en solitario -el séptimo si contamos Hotel Room (1998), que codirigió con Daniel Gimelberg-. En esta ocasión Gay vuelve a demostrar que es uno de los directores que más cómodos parecen sentirse a la hora de hablar de sentimientos, terreno en el que parece moverse como pez en el agua gracias a su sensibilidad infinita. En Truman se vuelven a dar cita las constantes del autor: las situaciones cotidianas, los personajes reconocibles y, en el plano técnico, un estilo tras la cámara sobrio, sin estridencias. Y no podía faltar, claro, una de las grandes señas de identidad del cineasta: su habilidad fuera de toda duda de conjugar drama y comedia con asombrosa sencillez. Las inteligentes y muy bien insertadas notas de humor que florecen en medio del drama más devastador es lo que convierten a Truman en una experiencia única.
Truman arranca con el reencuentro de dos amigos de la infancia, Tomás (Javier Cámara) y Julián (Ricardo Darín), después de muchos años sin verse. El primero ha viajado desde Canadá hasta Madrid para visitar al segundo y pasar con él cuatro días con sabor a despedida por la enfermedad terminal de Julián, que vive con la única compañía de su fiel perro, cuyo nombre da título a la película. En manos de otro director esta sinopsis hubiese sido la excusa perfecta para construir un drama lacrimógeno y sensiblero, pero Gay lo transforma en una apasionante crónica de ese momento en el que el hombre debe prepararse para la muerte y, por encima de todo, en una oda a la amistad. El director de Una pistola en cada mano (2013) consigue hablar de todo esto sin manipular emocionalmente al espectador, dejando que su guión y sus actores hablen por sí solos, sin trampas ni cartón. Las miradas, los gestos, las palabras, las frases que intercambian los personajes de Darín y Cámara son, en efecto, más que suficientes para emocionar al público, que se verá incapaz de reprimir las lágrimas en algún que otro tramo de este trayecto de alta intensidad vital, emocional y espiritual. Ambos intérpretes, rodeados de unos secundarios de primer nivel que dan empaque al conjunto -Eduard Fernández, Pedro Casablanc, Silvia Abascal…- justifican en cada escena su merecido premio ex-aequo al mejor actor en el Festival de San Sebastián: pocos artistas hay que resistan tan bien los primeros planos como ellos, que se compenetran aquí de una forma sencillamente apabullante.
Armada hasta los dientes de honestidad y ternura, en Truman se aborda con una desoladora franqueza asuntos como la enfermedad, la muerte, la amistad, la esperanza, el amor, el valor, la familia… Asuntos, todos, con los convivimos diariamente los seres humanos. Esa es la razón por la que la última criatura de Gay conecta tan bien con el público, alzándose como la película más accesible de un director con esa codiciada virtud de estar hablando de todo cuando parece que no está hablando de (casi) nada. Y luego está, claro, otro de los puntos fuertes del cine del catalán: la naturalidad. Ya sea la visita a un veterinario, el encuentro con una ex pareja por la vía pública, el encontronazo en un restaurante con unos viejos conocidos que te ignoran… todo fluye aquí con una aplastante naturalidad. Y, aunque el director mantiene el tono en todo momento, del conjunto emergen escenas que son dinamita pura, como ese abrazo en mitad de la calle con sabor a despedida -el punto álgido de la película- y todo el tramo del tanatorio, donde Gay mejor pulsa las teclas de crítica social, gracias al esperpéntico pero terriblemente real personaje -y todo lo que representa- de Javier Gutiérrez.
Rodada en Canadá, Madrid y Ámsterdam, Truman es, en definitiva, cine de primer nivel. Un espectáculo al que, para mi gusto, lo único que le sobra es la escena de cama del tramo final, metida casi con calzador, y esa engorrosa manía del protagonista de pedirle dinero a su amigo, que puede provocar cierto rechazo hacia su personaje. Por lo demás, una obra irreprochable en todos sus frentes. Una de esas películas que dejan huella en el espectador, que remueven las entrañas y hacen pensar. Un triunfo.