Revista Arquitectura

Un pecado de la Ciudad de los Santos

Por Jaumep
Un pecado de la Ciudad de los Santos
Viajo a menudo a Vic, tanto por razones familiares como porque es una de mis ciudades catalanas favoritas. Me siento, literalmente, como en casa paseando por esas calles medievales estrechitas llenas de comercio, tan abarrotadas de gente los sábados de mercado que a penas se puede circular por ellas en fila india. La ciudad tiene una idiosincrasia bastante particular: sólo hay que entrar en la web municipal y echar un ojo a la composición del pleno. La burguesía y la nobleza locales son cerradas, herméticas. Resulta difícil conocer y darse a conocer, y las intervenciones en el casco antiguo, excepto por un par o tres de excepciones, son tímidas, conservadoras, reaccionarias. No ha sido siempre así.
A Vic se la suele llamar la Ciudad de los Santos, nunca he sabido si gracias a la novela de Miquel Llor (Laura en la Ciudad de los Santos, escrita en catalán. Ignoro si existe una traducción al castellano) o si ésta ya recoge un título previo que corría por el ambiente. El 40% del casco antiguo es, todavía hoy, propiedad de la Iglesia. Y será por iglesias. Un día, mi tío me dijo que había doscientas. Siempre tiendo a creerme lo que me cuenta, pero ese día levanté las cejas. Luego, paseando por las calles aledañas a la Catedral, conté cuarenta en menos de diez minutos y paré, reafirmando la fe en mi tío y alucinando con lo que todavía es esta ciudad. Estamos en 1910, centenario del nacimiento de Jaume Balmes. Torras i Bages es obispo de Vic y prepara la conmemoración de este acto. Gaudí sufre una depresión nerviosa (entonces llamada “anemia cerebral”) que lo ha llevado a tomarse un tiempo de reposo, única cura conocida entonces a esta enfermedad, en esta ciudad. La intensidad del trabajo en su estudio ha hecho que esta no sea la primera, y la sucesión de ellas, sin diagnosticar, sin tratamientos farmacológicos, han afectado su salud física y mental. Aún así, Torras i Bages, no sé si en un acto de egoísmo o en un acto terapéutico, le pide una intervención arquitectónica que represente el evento.
Gaudí tiene 58 años. Para recuperarse pasea por Vic en compañía de su colaborador Josep Canaleta y de Josep Maria Pericas, arquitecto oriundo de la ciudad. El proyecto nacerá de estos paseos. Torras i Bages le sugiere una escultura ante la casa natal del filósofo. Gaudí contesta que lo que se necesita es una pieza de mobiliario urbano. Quizá una fuente. Más tarde encuentra la clave, consistente en trasladar la intervención a la plana del Mercadal, actual Plaza Mayor de Vic. Allí, fiel a su intuición, propondrá dos farolas monumentales. Gaudí es, aunque pueda parecer otra cosa, el arquitecto de los nuevos espacios de Barcelona, los que han hecho que la ciudad olvide, casi hasta hoy en día, su pasado medieval. No pueden contarse de otro modo sus intervenciones en el Pla de Palau, con todos esos edificios gubernamentales, en la Plaza Real, al final un convento derribado, regularizado y hecho espacio urbano, y en el Ensanche, Sagrada Familia incluida. La tribuna de can Batlló define de un modo casi paradigmático el carácter del Paseo de Gracia: un principal que es casi una vivienda unifamiliar. La jerarquía social en altura, la buhardilla y, sobretodo, ese voladizo que permite mirar sin ser visto. La complejidad de la relación con la calle más potencia que no critica el espacio; lo matiza y lo enriquece. Gaudí no es el arquitecto medievalista nostálgico del pasado que algunos nos han querido vender, sino un cosmopolita anclado en su tiempo que apuesta por unos espacios urbanos que no habían existido antes. Las farolas de la plana del Mercadal serán una intervención que querrá redefinir completamente este espacio matizando su última intervención importante. Hasta hace pocos años (no tengo datos sobre cuando se hizo esta reforma, pero su trazado es claramente decimonónico, de modo que se tendría que ubicar en algún momento de la segunda mitad de este siglo) consistente en su conexión con la estación de tren, distante unos tres o cuatrocientos metros, a través de una calle, una especie de avenida trazada a tiralíneas. El mismo Canaleta construirá allí una de sus casas más notables, la del número 26.
Ahora toca hacer un ejercicio inevitable de urbanismo-ficción. Vic es una ciudad de trazado medieval, de estructura radial, emplazada en la confluencia de los ríos Gurri y Mèder. El Mèder se transformará, porteriormente, en el Besòs. Por tanto, esta parte del llano desagua hacia el Vallès, en dirección más o menos sur. En el cuadrante noroeste de la ciudad está la Plaza Mayor, antigua plana del Mercadal, escenario de uno de los mercados más antiguos y populares de Cataluña, que se celebra cada martes y sábado del mundo: un espectáculo imprescindible. Esta plaza queda alimentada por una serie de calles estrechas que se le enchufan tangencialmente, por sus cuatro esquinas, definiendo todos los flujos de circulación por el perímetro, dejando el centro libre y potenciando los soportales perimetrales que la han hecho famosa. Gracias a esto el mercado funciona tan bien. En el siglo XIX se revienta su entrada oeste, coincidiendo con la estación, hasta que ésta tenga más anchura que todos los otros accesos sumados. Debe de medir veinticinco o treinta metros. Esta ampliación tiene, en planta, forma de huso, de embudo: la calle llega a toda anchura y pierde un poco de sección en contacto con la plaza. El lado sur de la intervención queda definido por una serie de edificios grandes, el más importante de los cuales es el casino que Gaietà Buigas construyó contemporáneamente a la intervención. Su lado norte es más complejo, un corte por las parcelas previas regularizado, de directriz oblicua. El espacio contenido en la plaza queda, des de entonces, abierto, con unas visuales muy largas que pasan por encima de la ciudad nueva (que, además, baja: la cota de la estación debe de estar unos diez o quince metros más baja que la plaza). Todavía hoy, esta obertura es una herida. El espacio de la plaza se pierde por allí, y, curiosamente, cuando uno mira las fotografías que hay colgadas del espacio en internet, descubre que este rincón está apenas fotografiado: es como si no interesase, como si se juzgase ajeno al espacio. Este rincón, este acceso, esta herida será, precisamente, lo que Gaudí pretenderá arreglar con su intervención. No se trata de dos farolas: se trata de la redefinición de un espacio urbano que, todavía hoy en día, no armoniza con el resto de la plaza. De un proyecto urbanístico en toda regla, vaya. Un pecado de la Ciudad de los Santos
Las farolas eran dos, asimétricas. La que está más en medio de la plaza (la exterior) era más pequeña, la otra mayor. Muy grande, de hecho. Clarísimamente sobredimensionadas las dos. Aparatosas. Estaban alineadas sobre la calle de la Riera, que lleva a los puentes del río y al llano del Remei. Por lo que se aprecia en las fotografías, la alineación parecía oblicua respecto del eje de la calle. Una de las farolas podría estar a la derecha del eje, la otra a la izquierda. La farola más cerca de la calle, la interior, queda más hacia el Ayuntamiento, más lejos de la estación, y la otra, la exterior, más hacia en medio y hacia fuera. Esta farola parece más baja y más pequeña que la otra, pero por el efecto perspectivo se ve de la misma medida. Los accesos de Gaudí siempre son complicados, tortuosos. Entrar a un espacio definido por él pesa y se convierte en un acto que no puede ser jamás indolente.

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Posición de las dos farolas. Abajo, la calle Verdaguer. El plano está girado 90º respecto la foto anterior.


Sea cual sea la alineación de las farolas respecto la calle de la Riera, éstas formaban una puerta respecto de la calle Verdaguer. Una puerta hacia la Plaza Mayor. Una puerta que enmarcaba, precisamente, el edificio del ayuntamiento, situado en la esquina opuesta, perteneciente a esta categoría interesante de edificios públicos-rincón (idéntico, aunque más complejo, al ayuntamiento del Vendrell que hemos visto en el artículo previo sobre la iglesia de Jujol). En este caso: una calle pasa tangente y conecta un rosario de placitas, y otra pasa justo bajo suyo y lleva al edificio gótico del ayuntamiento, que queda tras la plaza. Aquí: las farolas cierran el perímetro de la plaza, lo acotan sin necesidad de disponer otro edificio y, a la vez, definen el nuevo acceso de un modo completamente diferente a como se había accedido siempre, cosa que obliga a un recurso inédito, jamás usado allí. Un recurso que, ahora que ha desaparecido, ha dejado la plaza huérfana. Las propias farolas: el equipo de trabajo que ficha Gaudí es joven, escandalosamente joven. El responsable de proyecto es Josep canaleta. Más o menos contemporáneamente ha dibujado la Pedrera. Allí, Gaudí pidió planos de trabajo a escala 1:20. Directamente. Sin pasar por las escalas pequeñas. El edificio se dibujó in situ, en un rincón del solar donde había una nave que Josep Bayó, el contratista, derribará en el último momento. Las plantas son tan grandes que Canaleta construirá, con tablones, una enorme mesa a medida del perímetro del solar y, con una sierra, la recortará por los patios, se colará por debajo y aparecerá en el centro armado con sus lápices para seguir dibujando. Canaleta tiene 35 años. Sus comparsas serán Josep Maria Pericas, que ya trabajaba, a sus 25 años, como arquitecto independiente, y un Josep Maria Jujol de 29 años, en la cima de su prestigio. Este último hará, como siempre, el gamberro con la intervención. Por tanto: cuatro personas diseñando una farola. Todo un ejemplo de dedicación, que, hoy en día, parece imposible repetir. Gaudí atribuía propiedades místicas a las piedras que usaba para soportar sus edificios. En la Sagrada Familia están codificadas: pórfido en el altar y para las columnas que han de soportar la torre de Jesucristo, de más de 140 metros de altura, basalto para las torres menores, granito, etcétera. La Cripta Güell tiene columnas de basalto de Castellfollit, ya que tenía que soportar la iglesia superior (que, afortunadamente, no se construirá). En este caso el fuste de las farolas se realizará, también, con este material: una piedra negra, tremendamente resistente, muy difícil de trabajar, basta y sin vetas. Probablemente la piedra más resistente que se encuentra en Cataluña, arrancada directamente de la ladera de un volcán. Esto soporta el peso del intelecto de Jaume Balmes. La altura de las farolas es enorme. Debe de ser próxima a los diez metros, incluso rebasarlos. La percepción de esta altura queda aumentada por el hecho que las coronaciones están realizadas en metal, varillas dobladas conteniendo mucho aire entre ellas, expandiéndose hacia los laterales y hacia el cielo. Por tanto, los fustes necesitan ser, forzosamente, troncocónicos, irse adelgazando en altura, ya que, en caso contario, el peso propio del material los habría partido en dos. El exterior lo hace des de un fuste que nace directamente del suelo, a partir (los dos) de una pequeña plataforma redonda de basalto. El interior tiene un fuste interesantísimo: como las raíces de un manglar o las estrías de un almez (árbol que interesaba muchísimo a Gaudí, modelo para las columnas de la Sagrada Familia, que plantó en varios de sus proyectos), una serie de piedras menores, de sección considerable, quizá treinta por treinta centímetros por unos dos metros de altura, apuntalan la piedra principal y forman un zócalo estriado, basto, duro, tosco, básico para la percepción de todo el conjunto. Sobre ellas el fuste sube limpio con dos secciones de basalto diferentes. A media altura la piedra pierde la mitad de su grosor para seguir subiendo hasta soportar la cruz. La transición se realiza con una malla de refuerzos en piedra que se usa en el gótico civil. La otra farola, que tiene el fuste sensiblemente más bajo, presenta dos secciones unidas de manera análoga.
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La asimetría de las dos farolas todavía se intensifica más en altura. La exterior tiene forma de báculo, una forma literal, con la parte superior hecha en metal. La interior tiene una clarísima forma de árbol, con una corona metálica oblicua que queda a una cierta distancia del fuste, de la que salen una serie de ramas que son las que tendrán los braseros y las farolas. Gaudí y Jujol siempre ponían braseros en las farolas, no sé por qué. El trabajo en metal no se hace a base de perfiles continuos, sino de redondos entrelazados que le dan un aspecto vegetal, de ramas malpodadas apenas terminadas de brotar. Hierro dulce doblado en taller y rematado a pie de obra, tensado hasta el límite de la resistencia del material: la génesis de los problemas de la intervención. Colgados de estas ramas tenía que haber dos números: 1810 en el fanal interior, 1910 en el exterior: el centenario de Balmes. Al final saltó el 1810 y el 1910 se quedó solito en la farola en forma de báculo, orientado hacia la plaza. La coronación de las dos farolas es, no podía ser de otro modo, una cruz. La exterior tiene una cruz plana perpendicular a la orientación de los números: la representación bidimensional de la farola no tiene sentido. La interior tiene una cruz de cuatro brazos análoga a la que Gaudí dispuso en otras obras. Las dos están realizadas en metal. Y más: la obra estaba pintada. No sé como, no sé de qué modo. No sé nada. Sólo sé que estaba pintada. Policromada. Jujol lo hizo, y, hasta donde sé, no hay ningún testimonio de cómo eran estas pinturas. Ni sé los colores, ni cómo estaban aplicados. Esta parte de la obra se ha perdido para siempre, y da mucha rabia. El montaje y la construcción de estas farolas llevaba, como he dicho, los materiales al límite. Los zócalos de piedra debían de estar reforzados. Los voladizos de las ramas compensados se tenían que haber movido mucho, con sus tensiones distribuidas sobre un anillo metálico trenzado y oblicuo. Las cruces subían muy alto, y tenían que parar bastante viento. La intervención requeriría un mantenimiento que se debió negligir des del primer día, incuso con Canaleta y Pericas viviendo en la ciudad. Y Vic no es una ciudad fácil. Todavía no lo es hoy en día. Un ejemplo banal: la ciudad tiene la que quizá sea la mejor obra que Pep Llinàs haya construido en toda su vida: el Teatre Atlàntida, del que tengo más de quinientas fotos y del que prometo ocuparme algún día. El latón que recubre parte de su caja escénica le ha merecido el apodo de “Ferrero Rocher”. Parece que los habitantes lo quieren, pero el apodo no es demasiado piadoso, aunque me consta que tiene a Llinàs encantado. La farola arbórea quedó convertida en un urinario: malos olores, y, sobretodo, desprestigio. A las dos farolas se les tuvo manía rápidamente. Ya lo dije en otro momento: el modernismo no goza de buena fama en este país. En 1924, después de restauraciones más o menos fallidas y mensajes de alerta reiterados por parte de Canaleta, Manuel Gausa (que, hasta donde sé, fue el abuelo de “nuestro” Manuel Gausa), entonces arquitecto municipal de Vic (lo fue hasta después de la Guerra Civil) da la orden de derribar las farolas: está atemorizado. Su falta de mantenimiento puede provocar una desgracia, y, sencillamente, la ciudad no los quiere.
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Adjunto aquí las tres fotos que me han llegado del derribo. En la primera foto han desmontado los voladizos metálicos, atado el fuste con cuerdas y los hombres tiran hacia el interior de la plaza. Paradoja en la Ciudad de los Santos: la cruz aguanta y recibirá el impacto directo cuando la farola caiga. En la segunda foto, tomada des de un balcón, un señor, orgulloso, tiene su pierna sobre el fuste de la farola, en una actitud brabucona: está contento. La tercera foto es una foto de grupo: familias, niños, mujeres, posan ante las ruinas de la farola. La cruz queda escondida tras suyo. Las farolas eran, simultáneamente, una obra de arte y una obra de arquitectura. Un proyecto urbanístico. El regalo que el obispo Torras i Bages, ya al final de su vida, con 64 años, hace a la ciudad. La conmemoración del centenario de un hombre culto, intelectual de primera línea, filósofo y, otra vez, hombre de iglesia en la Ciudad de los Santos: Jaume Balmes. Curioso: su construcción fue obra de unos pocos. El constructor, Gaudí, su equipo, Torras i Bages. Basta. Su destrucción, en cambio, es una obra colectiva hecha por buena parte de la ciudad y celebrada con una foto de grupo. Platón, en la República, proponía la educación como base de cualquier revolución. Aquí se ve por qué.
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