El generoso espacio que la prensa internacional -más precisamente hispanoparlante y además europea- les dedica a la boda de Kate y William, a la beatificación del papa Juan Pablo II y a la victoria del Barcelona por obra y gracia de Lionel Messi sugiere que los ciudadanos del siglo XXI tenemos más puntos en común de los que imaginamos con nuestros antepasados remotos. Si admitimos que esta cobertura mediática responde al interés o a las exigencias del público, entonces debemos pensar que nuestro ADN conserva los genes que explicarían nuestra debilidad por príncipes y reyes, sumos pontífices, gladiadores y guerreros.
Algo de esto dijimos cuando reseñamos El discurso del rey y nos referimos a la fascinación de Hollywood por la monarquía británica. Da la sensación de que los descendientes de George Washington tuvieran nostalgia de la corona de la cual se independizaron el 4 de julio de 1776 (pensar que, siglos más tarde, ni siquiera pudieron formar parte del Commonwealth).
El mismo profesor de Historia que en el secundario nos habló de La familia Ingalls solía decir que los franceses se habían equivocado en hacer la revolución de 1789. “Inglaterra también evolucionó hacia una democracia parlamentaria y se ahorró todas esas marchas y contramarchas sanguinarias”, explicaba con argumentos propios de los galos que aún hoy añoran los buenos viejos tiempos de los Carlos, Franciscos y Luises.
Desde la ficción contemporánea, personajes como la Cenicienta de Walt Disney, el Cirilo I de Anthony Queen en Las sandalias del pescador y el Maximus de Russell Crowe en Gladiador contribuyeron a renovar la debilidad por las bodas reales, los papas buenos (ninguno supera a Juan XXIII), los gladiadores (que se trasladaron del circo romano al futbolero). No sorprende entonces que los medios y su público sucumban todavía más cuando la mismísima realidad legitima las historias felices protagonizadas por príncipes consortes, pontífices milagrosos y guerreros vencedores.