Japón es un país distinto, lleno de contrastes, donde el pasado se funde con el presente y la magia le da la mano a la realidad. No es de extrañar entonces que un lugar tan especial, en el que casi cualquier rincón susurra mil historias y despierta a las musas, haya sido el escenario perfecto para las historias de muchos autores. En este artículo quisiera mostraros algunos de ellos; marcos reales en los que el tiempo parece pararse y trasladar a su observante lejos, concretamente a las ricas y delicadas páginas de un libro.
Comencemos por Kyoto, ciudad que hasta 1868 fue la capital de Japón. Allí se emplaza el Castillo de Nijô (Patrimonio de la Humanidad desde 1994), que como antigua residencia del shogun Tokugawa se alza majestuoso y orgulloso ante sus visitantes. Es obligado descalzarse antes de pasar a su interior, por lo que, una vez dentro, podemos sentir la agradable templanza de la madera bajo nuestros pies. A la derecha, nada más pasar, se abren amplias salas cubiertas de tatami, comunicadas unas con otras gracias a un sistema de puertas correderas hechas de papel de arroz primorosamente pintado. Aves fénix, dragones, cerezos… escenas de suma belleza y exquisitez. A la izquierda, tras otra red de puertas correderas o shôji, el aliento queda capturado en el pecho ante el magnífico jardín que se extiende ante nuestra vista. Hechizados por el encanto de lo que nos rodea, reanudamos la marcha y con cada paso nos llega el suave trino de un pájaro, un curioso sonido que no procede de fuera sino de debajo de nuestros pies. Estamos pisando el suelo del ruiseñor. Es entonces cuando nos sentimos como Takeo, el protagonista de
El suelo del ruiseñor, de Lian Hearn, e intentamos, al igual que él, avanzar por el entramado de madera sin despertar ni un sonido, algo casi imposible no sólo por los demás visitantes que nos acompañan, sino porque fue creado precisamente para ese fin, evitar el sigilo. Suerte que Takeo, al penetrar en un castillo muy semejante al que nos encontramos, poseía ciertas habilidades para facilitarle la tarea.
Ha caído la noche y con ella nos trasladamos a dos de los barrios más conocidos de Kyoto: Pontochô y Gion, hogar del karyûkai, el mundo de la flor y el sauce. Es decir, el mundo de las geishas. Emprendiendo el descenso por Pontochô, avanzaremos entre la arquitectura tradicional del lugar, que desde antes del siglo XVI mantiene las típicas ochaya o casa de té, donde las geishas y maikos atienden a sus clientes. Saludados a nuestro paso por multitud de farolillos prendidos en las fachadas de los edificios como gigantes luciérnagas de papel, llegaremos al puente que cruza el río Kamo, que discurre paralelo a este barrio. Para entonces sentiremos que ya no estamos en este tiempo y nuestros ojos verán el Kyoto de antaño, el mismo que Sayuri, protagonista de
Memorias de una Geisha, de Arthur Golden, veía cuando se dirigía a alguno de sus compromisos en Gion, la otra zona encantada del karyûkai, con sus casas bajas de madera y callejuelas estrechas en las que en el silencio de la noche y bajo la luz tenue de los faroles de papel se puede intuir el repicar de los geta y el susurro furtivo del roce de un kimono.
Abandonamos el Japón más tradicional y nos dirigimos a la actual capital, Tokio, una urbe llena de vida y contrastes donde hay mucho que destacar, pero en esta ocasión nos ceñiremos a dos lugares clave: la estatua de Hachiko y el Palacio Imperial. La estatua está situada en Shibuya, barrio famoso por poseer el cruce más transitado del mundo; allí, junto a ese cruce, en una plaza con su nombre veremos la figura de Hachiko, el perro fiel que despedía y saludaba a su amo en su ir y venir del trabajo, costumbre que continuó incluso después de que el hombre hubiera fallecido. Su vínculo de amor y lealtad ha sido recordado no sólo con su estatua, sino también inmortalizado en películas, series y libros como
Hachiko waits, de Lesléa Newman.
Nuestra siguiente y última parada es el Palacio Imperial, la residencia del Emperador de Japón, que sólo se abre al público dos veces al año: el día de año nuevo (2 de Enero) y el día del cumpleaños del Emperador. El resto del tiempo hemos de conformarnos con ver sus inmediaciones, el jardín y el enorme foso lleno de agua donde carpas y cisnes campan a sus anchas, aunque ya sólo con eso captamos un paisaje impresionante y la imaginación se dispara hasta casi vivir escenas como las de
El tatuaje de la concubina, de Laura Joh Rowland, donde su protagonista, Sano Ichiro (sosakan-sama o muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas), es reclamado en el Palacio Imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún.
Quedan muchos lugares en el tintero desde donde llega el sonido roto de un shamisen que habla de tiempos pasados o la cacofonía de voces y música proveniente de las concurridas calles de la actualidad. Paisajes, olores, sabores, melodías, historia, gente, costumbres… Un todo único que inspira y llama al alma del escritor y hace las delicias de ávido lector.