Revista Cultura y Ocio

Vida de tebeo

Por Cayetano
Vida de tebeo

Llegué al edificio a la hora prevista. Cuando me disponía a entrar por el portal, custodiado por una portera con cara de malas pulgas, un enorme carillón se me vino encima desde el tercer piso. El golpe fue tan fuerte que el reloj aquel se hizo trizas al impactar sobre mi coco y me salió ipso facto un chichón como un huevo de pascua y noté cómo paralelamente cedía la acera bajo mis pies hundiéndome medio metro por debajo del nivel de la calle:

¡Caramba! exclamé sorprendido, mirando con curiosidad el mueble descuajeringado con el cristal roto del que salía un muelle hacia fuera que parecía el rabo de un cerdo. Es la primera vez en mi vida que me cae una cosa así en la cocorota. El reloj se ha hecho puré, pero andaba atrasado. Así que no se ha perdido demasiado.

Un hombre salió de la alcantarilla protestando por el estruendo:

¡Pero qué jaleo es este! Ni bajo tierra le dejan a uno tranquilo.

Caramba, caballero. Lo del ruido no ha sido culpa mía. Mire qué chichón.

Sí, ya veo; pero podría tener usted más cuidado, hombre, que no gana uno para sustos.

Luego salí del hoyo y me sacudí el polvo con el dorso de la mano. Entré en el portal. La portera, con un moño y una escoba como suelen tener las porteras, me miró con curiosidad, como diciendo: "¿Ande irá este?". El ascensor tenía un cartel que ponía “averiado”. Así que no tuve más remedio que subir las escaleras andando. Por el camino me encontré con un señor con un antifaz y aspecto patibulario que me dijo:

No habrá usted visto caer un reloj a la calle. Lo acababa de afanar y justo cuando lo intentaba colocar en el salón se me ha escurrido y ha salido por la ventana.

Pues sí le señalé el chichón que, afortunadamente, ya iba menguando. Lo he visto pero no creo que pueda ya darle cuerda. Abajo queda algo de él. Poca cosa. Además atrasaba.

Y desapareció.

Justo llegaba yo al rellano del segundo cuando alguien salía de uno de los inmuebles: era un hombre flaco, cadavérico, casi en los huesos:

Si busca una plaza de realquilado dejo la mía libre. Ya no aguanto más. ¡Esa mujer nos mata de hambre! ¡Abur!

Seguí subiendo: mi objetivo era llegar a la buhardilla para cobrarle una factura a un tal Manolo Vázquez, dibujante de cómics y mal pagador.

Vecinos del caco que me encontré al principio eran los cinco niños gamberros, bajitos y cabezones, que bajaban por la escalera. Perseguían al gato con una sonrisa en la boca y una serpiente pitón en las manos. Eran pocos pero metían más jaleo que una jauría de perros asilvestrados.

De pronto noté follón que venía de arriba del todo: alguien bajaba corriendo como una liebre: ¡era Manolo Vázquez, el moroso, que huía de una nube de acreedores que le perseguían! Tuve que pegarme a la pared del rellano para no ser arrollado por aquella piara de cabras.

Con el ajetreo se me cayeron las gafas y sin querer las pisé. Lo que me faltaba: doscientos pavos a la basura. Después de tanta zozobra y con la factura en la mano decidí largarme de allí. Ya vendría a cobrar en otro momento. Con la vista borrosa bajé las escaleras. No veía un pimiento. Llegando ya al portal me topé con un orangután de un metro noventa y unos ciento veinte kilos de peso que entraba al edificio. Como llevaba unos cacahuetes en el bolsillo, le tiré uno mientras decía:

Toma, monito. Esto es para ti.

Lo que no sabía yo es que aquel bicharraco no era un mono grande, sino que se trataba de Roqui el Quebrantahuesos, un peligroso delincuente buscado por la policía y que decidió hacerme papilla. Salí corriendo y la bestia aquella detrás de mí. Crucé una calle con el semáforo en rojo y el gorila detrás. Tuve suerte. En la huida, mi perseguidor fue atropellado por un trolebús. O el trolebús fue el atropellado. No sé. ¡Me libré por los pelos!

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Pequeño homenaje a F. Ibáñez y su 13 Rue del Percebe.



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