En 2013 se cumplen los primeros diez años de esta pequeña bodega que no somete sus
viñedos a control alguno. Ni tan siquiera los conejos están preocupados: si no
saben cuántas botellas podrán producir cada año es, por ejemplo, porque los
conejos se les comieron, en 2012, casi la mitad de la cosecha. Estuve un día
con Fabio, italiano nacido cerca de Lucca, educado en Escocia y adulto en Madrid:
su vino es la pura expresión de su personalidad, un hombre sencillo, honesto,
polifacético, sin tapujos, natural, afable. No echa nada al campo que no sea natural
(el raspón de su propia uva y la boñiga
de un rebaño de ovejas y cabras ecológico de un vecino, compostado durante más
de un año pero sin ningún preparado: no es biodinámico, todavía…añadiría yo),
no echa nada al vino. Depende cada año de lo que la tierra les dé. Ni más ni
menos. Por eso nunca sabe cuántas botellas tendrá. Trabaja con o sin hollejos
(eso sí, siempre con despalillado) en función del tipo de uva.
La airén la
fermenta en acero inoxidable, la prensa con rapidez y la deja reposar con sus
lías unos tres meses. El vino que da es espectacularmente sabroso, fresco, muy
de flor en el campo de primavera. En 2010 la vinificó con maceración carbónica
y tuve la suerte de tomarme una botella superviviente con él: una prueba real
de que este tipo de maceración produce vinos que pueden vivir varios años. 2010
estaba grande, incluso algo tánico, astringente y terpénico (con aromas de pera
y de pulpa de moscatel, ¡siendo airén!). Conservaba esa mínima alma del CO2 y
creo que con un buen cordero de la zona hubiera quedado de maravilla.
La otra variedad blanca de la zona, la uva malvar, la trabaja con sus hollejos
para producir lo que él llama Vino Naranja (por su color, no porque lo haya
infusionado con naranjas). El vino pasa por lo menos seis meses con sus
hollejos y el que probé (que había pasado por un solo travase y reposaba ya en
unas lecheras –sic-) sabe directamente al viñedo del que sale: en Villarejo de
Salanés (con Fabio, pensativo, en la foto), a 770 msnm, de cepas de 100 años sobre un suelo arcilloso y algo
calizo. Nos pusimos de barro hasta las rodillas (llovía ese día…) pero me
empapé del sabor y aromas de ese viñedo increíble: ese aire de arcilla y barro,
de olivos con su aceituna madura, de cobre (seco en boca pero al mismo tiempo,
sedoso por el tiempo en que ha estado con sus lías) y yesca…todo eso estaba,
intacto, en el vino.
Comimos en Morata de Tajuña, donde tiene su pequeña
bodega en un espacio alquilado donde Juan, un tipo amable y cómplice. Buena
gente. En la Tinaja (C/ del Carmen, 28, teléfono 918730604), un lugar de toda
la vida donde, claro, los jueves sirven paella, tomé un consomé delicioso (como
el que hacía mi abuela sabía tras la lluvia caída) y unas espléndidas
albóndigas caseras. Con ellas rematamos la botella que habíamos medio llenado
directamente de un depósito de inoxidable. Una garnacha de Sotillo de la Adrada
(en Gredos), de cepas de más de 50 años, de un color bello como hacía tiempo
que no veía: brillante, con luz propia, cardenalicio. Cantueso, madroño,
frambuesa en posgusto, caramelo de violeta. Fresco, redondo, ligero y sencillo,
sin madera y desde la fermentación, con sus hollejos. Llevaba unos seis meses
así cuando lo bebimos. Para embotellar ya y beber a espuertas, si hubiera
botellas para ello. Me fui de Morata con la sonrisa en los labios por haber conocido a Fabio,
por haber pisado sus viñedos con él, por haber compartido su duda congénita en
cuanto hace y por la historia de uno de sus vinos del 2012: la uva la pisaron
su hijo y todos los compañeros de clase, unos veinte, más padres y madres. El jaleo fue tan descomunal que el cuaderno de bodega de Fabio, donde llevaba
anotados todos los detalles de vendimia y vinificación, se perdió. ¿Problema?
Qué va…experiencia acumulada y a empezar de nuevo, ¡que cada añada es distinta
y pide cosas distintas! Así es Fabio, así son sus vinos.