La foto superior es de la costa de Kardamyli, al sur de la península del Peloponeso, en Laconia. Pertenece a Flickriver. La inferior es del Cap Ferrutx desde la ermita de Betlem, en la costa noreste de Mallorca. Un Mediterráneo las separa, el mismo mar las une. Paso los veranos leyendo o releyendo (según Joan Fuster, ésa es la única forma seria de leer) a Patrick Leigh Fermor, el más grande escritor sobre viajes que haya existido en el siglo XX inglés. Fermor empezó su viaje de niño, con las primeras letras griegas. Tanto le fascinó el alfabeto y la cultura que transmite, que no los abandonó hasta morir. Si es que ha muerto...Formalizó la pasión por la narración de sus viajes muchos años después de haber hecho el primero: a los 18, de Londres a Constantinopla (1933), en dos libros extraordinarios, A Time of Gifts (mi preferido: parece que no pasa nada pero se ponen los cimientos de todo) y Between the Woods and the River. Desde ese momento hasta el de la escritura de Mani. Viajes por el sur del Peoloponeso (Acantilado, Barcelona, 2010, ISBN 978-84-92649-67-9), en la isla de Hidra, en 1958, muchos otros viajes se sucedieron, desde la capital del Imperio de Oriente hasta Creta, la isla en la que aterrizó en paracaídas como capitán del ejército inglés (II Guerra Mundial), para raptar al comandante nazi de la isla, Kreipe, y convertirse (quizás a su pesar) en leyenda.Fermor solucionaba las cosas caminando (soluitur ambulando!) y su libro sobre la región de Mani (Mani Externo, Mani Profundo) es un ejemplo vivo de ello. Los senderos y las cuestas de la región, el calor, el sudor y el cansancio extremos son tan importantes para la lectura como el descubrimiento de los caminos hacia ese mar plagado de nereidas y de Venus, con una de las entradas reconocidas al Hades incluída (en el fin de Europa). Es un libro emocionante porque nos descubre su enamoramiento de Kardamyli, la Bizancio restaurada, el pueblo que se iba a convertir en su hogar para siempre (alternando con Inglaterra y el resto del mundo, por supuesto): "el quedo encanto de Kardamyli crecía con cada hora que pasaba...el mismo sosegado encanto domina la totalidad de este pequeño y lejano pueblo. Refrescado en verano por la brisa proveniente del golfo, la gran pantalla del Taigeto impide el paso de importunos vientos del norte y del este...es como esos elíseos confines del mundo donde, según Homero, la vida es más sencilla para los hombres: allí no nieva, no soplan los vientos fuertes ni cae la lluvia, solo el melodioso viento del oeste corre perpetuamente desde el mar para traer frescor a los habitantes del lugar. Me vi muy tentado de convertirme en uno de ellos..." (pp. 48-9). Lo hizo.
En la zona de Mallorca donde vivo el viento sopla del este pero la Serra de Tramuntana oficia de Taigeto y el paisaje de rocas desnudas, vegetación rala, olivos, almendros, mar transparente y cielos brillantes es muy parecido. Mani y Kardamyli de mi admirado Fermor me han hecho mirar de otra forma a Mallorca. Es cierto que aquí cada rincón, cada piedra no esconde una historia que contar (como sucede en el Peloponeso), pero la forma en que se viven las cosas más sencillas y el entorno son bastante, si no muy parecidos: "una compensación de este tipo de viajes es el ocio sin planes ni reglas entre los rigores del desplazamiento...las semanas pasan; el mudo clamor de las misivas se apaga sin respuestas...esta vacua y olímpica molicie se vuelve aún más preciosa ante la evidencia, manifiesta en todas partes, de trabajo arduo y tedioso...de cuando en cuando uno se encuentra a sí mismo...colaborando en alguna agradable e imprecisa tarea" (p. 212). Es así: leo y escribo sin demasiado orden, hago lo que me apetece, publico y apenas nadie atiende. Nado y me sumerjo a todas horas. El silencio y la serenidad del mar interior me sobrecogen. El mundo padece un sopor que conviene no romper. Esa olímpica, casi me atrevería a apostillar "homérica", molicie de Odiseo, que ha llegado a la playa de los Feacios y dormita sin saber si su mundo es todavía éste o ya aquél. La gente andará desgañitándose por ahí, pero la falta casi absoluta de respuesta a mis acciones y la prohibición, autoimpuesta, de contacto mínimo con las noticias del mundo exterior, me permiten vivir como Fermor, sin planes muy concretos y prestando la debida atención a la lectura, tanto como a la escritura o a la charla o a Sirio o a las Pléyades o a los tomates o a las cepas o a lo que me apetezca en cada momento.
¿Que esto puede suceder en Suecia tanto como aquí? Para mí, no. Para un tipo como yo que, con todo el respeto y las debidas distancias con Fermor, ha bebido de fuentes parecidas, aunque su agua no resulte ni tan fresca ni tan agradable, hay tres sitios donde se puede vivir una experiencia parecida. Los tres en el Mediterráneo, cómo no, los tres de características físicas y espirituales parecidas: el sur de Mallorca. La costa Amalfitana (Ravello y Paestum, sobre todo). El sur del Peloponeso, desde Kardamyli hasta el Ténaro (el cabo de Matapán). Asnos. Hinojo silvestre. Rocas cayendo sobre el mar. Limoneros. Almendros. Olivos. Viñedos. Algarrobos. Trigo. Higueras. Ovejas. Alguna vaca. Cernícalos. Mar. Sol. Cielos estrellados. Agua como una joya. Desde que Paris raptó a Helena e inició "aquella crucial e incendiaria luna de miel, entre los susurrantes hinojos" (p. 390) hasta hoy. Y Fermor descubrió, justo al final del libro, que eso había sucedido en la isla de Marathonisi (la homérica Cránae), en el instante en que "todo pareció desvanecerse, excepto la oscura silueta de la isla" (p. 390), que se había convertido ya en su siguiente aventura. Por eso siempre viajamos. Por eso siempre volvemos. A Kardamyli, a Ravello, a Mallorca, a cualquier elíseo rincón de este mundo donde la vida nos sea más sencilla y el ocio sin planes ni reglas, norma.
