Revista Cultura y Ocio

Yo viví la ley mordaza

Publicado el 14 diciembre 2014 por Icastico

Conozco la ley mordaza. La sufrí desde niño con mi padre. Y la ley del cinturón. En varias ocasiones he visto con terror cómo lo liberaba de las trabillas de su pantalón, con parsimonia, y cómo lo blandía en el aire antes de sentir su chasquido sobre mi piel. Lo hacía por mi bien, decía. He visto cómo una hermana se meaba encima segundos antes de sentir lo mismo, y lo recibía con saña añadida por ser una meona, así le llamaba mientras la azotaba. Lo hacía por su bien. Ese día en concreto me rebelé, en un acceso de ira añeja le grité ¡dale, dale más, mátala, cobarde! No se lo esperaba, quedó desconcertado, cinto en el regazo, mientras jadeada con el esfuerzo de su educación barata, cómoda, miserable; poco me importaba el castigo al que me enfrentara. Algo vio en mis ojos, porque no llegó a consumarlo.

No éramos ningunos delincuentes, no sabíamos ni el significado de la palabra. Éramos alevines. Nuestro crimen fue desobedecer alguna de las muchas normas que nos imponía, casi todas absurdas a nuestra infantil forma de verlas. Nunca nos explicaba el porqué de ellas. Las imponía y se ejecutaban. Hubiésemos sido 10 hermanos de vivir todos los nacidos, pero el destino se citó muy pronto con dos, de cruel forma. Uno murió por una inyección, equivocadamente puesta por nuestro vecino de puerta, que era farmacéutico, o por lo menos dueño de la farmacia del barrio. Un amigo de mi padre. Presenciaron su agonía sin aire, nadie sabía a qué se debía. Llamó al médico para comunicarle los síntomas, pero el hombre ya tenía su traje de gala puesto para acudir a una cena, así lo dijo, no le vino bien en aquel momento salvar una vida, “será un catarro, Don Antonio, a la vuelta me paso por ahí”. A la vuelta, Alberto estaba morado. Llegó a tiempo de confirmar su muerte. No había cumplido el año.

Otro desapareció en un parque público de Vigo en agosto de 1961 y nunca se supo nada más de él. La chacha que nos cuidada esa tarde a cinco hermanos, presunta cómplice, fue a la cárcel y salió bajo fianza. Se casó y tuvo al menos un hijo, lo sé, manda cojones. Al comisario que llevaba el caso lo destituyeron de forma fulminante. Las pistas murieron, o las hicieron morir. Si vive, Carlos Javier tendrá hoy 57 años, uno menos que yo. A partir de ahí, mi padre se obsesionó con más normas y consejos. Tantas y tantos que uno por uno de todos los hijos e hijas marcharon de casa al cumplir la mayoría de edad. En mi época era a los 21. Mi edad del renacimiento. Mi madre decidió vivir en su planeta, no sabemos cuál es, pero uno bastante irreal. Su edad y su estado mental le impiden ahora regresar, si es que alguna vez quiso hacerlo. A veces he fantaseado con la posibilidad de haber sido yo el raptado. ¿Dónde estás, Carlos?

No podíamos hablar de política ni de religión (ni de lo que pasaba en casa). Era el tardofranquismo con sus grises, esos que no te quitaban un ojo con una pelota de goma, te quitaban la vida con una bala de metal. Un día infringí esa norma en una charla de ascensor y el receptor de mi comentario, no recuerdo cuál, un vecino a buen seguro fiel perro del régimen, lo juzgó lo suficientemente inadecuado como para ir con el queo a mi viejo. Nuevamente lo pagó mi pellejo, al grito de ¡qué te dije yo! Aquel cinturón estuvo bien amortizado. “Mientras estés bajo mi techo haces lo que yo quiera”, era su mantra. Cuando cambié de techo y acudía a casa por petición expresa de mi madre todos los encuentros acababan en desencuentro, pero ya sin correazos, eso sí, con exabruptos rabiosos de mi procreador que solían culminar con un ¡fuera de mi vista, mamarracho! Era incapaz de cumplir el consejo que mi madre me daba nada más franquear la entrada, “hijo, tengamos la fiesta en paz”, “ya sabes cómo es tu padre”. La tendremos si él quiere, respondía yo, ahora no vivo bajo su techo y soy incapaz de aguantarle humillaciones, sí, ya sé cómo es, en efecto, pero no permito que lo siga siendo conmigo, entiéndeme. No lo entendía.

En mis visitas al viejo hogar cualquier conversación la llevaba mi padre al ninguneo y la descalificación, a la provocación, supongo que inconsciente, “hijo, siempre fuiste un pusilánime, o un cobarde, o lo que fuera”. Y tu un mal padre, le devolvía, reflexiona un poco, podrá salirte torcido un hijo, como dices, pero que los ocho se vayan de casa…Y ya no podía acabar la frase, la respuesta es conocida, ¡fuera de mi vista, mamarracho! Hay quien prefiere una patada en el escroto que una verdad. El dolor de huevos pasa, pero un orgullo herido no deja vivir si no se quiere aprender. Hasta el carné de conducir lo obtuve a golpe de collejas, me sentaba al volante de su coche y al rato me preguntaba cuál era el que venía detrás, yo miraba por el retrovisor y decía, “un seat 600”. Cachete, en todo momento debía saber de qué vehículo se trataba. Como aprendiz bastante tenía con ver la carretera y ajustar velocidad y distancia, aspecto por el que también escuchaba sus gritos: ¡frena!, ¡frena!, ¡no ves que te echas encima del que está delante! Al tercer golpe me orillé en un arcén, bajé y le dije que la máxima en estos asuntos era “prohibido molestar al conductor”. Todo esto es un resumen del resumen, de uno solo de sus hijos.

Año 2014. De nuevo me enfrento a unos cobardes. De lo más peligrosos. Obsesionados con la vida por llegar, con las vírgenes, los cristos, con todos los santos, pero quieren a los ciudadanos de su país mudos, ciegos y crucificados como al rey de su credos al que tanto veneran. He conocido curas o “padres” por los que hubiese valido la pena ser un orgulloso cristiano. En su día los arrinconaron. Nunca iban por la vida con sobredosis místicas como los visionarios que nos gobiernan, no, ellos sufrían por la sobredosis humana. Se hubiesen interpuesto entre una bala y un indignado, ya fuera ateo o católico, inmigrante o residente, rico o pobre.

¿A qué viene tanta ley del silencio cuando no hacen más que presumir de la mayoría silenciosa que no acude a las manifestaciones defensoras de derechos? Mi cinturón se llama Ley en esta ocasión. Los cobardes abusan de ella hasta el absolutismo. Ley a ley se puede crear un campo de concentración, ni la miseria ni el miedo permite mucho radio de acción, no hay dinero ni valor para alejarse en exceso de casa. Para imponer el temor no han necesitado de pactos, tan imprescindible en la lucha contra la corrupción, al parecer. Su coherencia es como el Guadiana. No sacaron adelante la ley del aborto aduciendo que era tontería hacerlo para que al minuto siguiente fuera derogada. ¿Qué creen que va a pasar con su mordaza un segundo después de perder la mayoría absoluta? Todos los grupos de la oposición dejaron claro que así sería. Estos tipejos piensan amortizar su Ley de Seguridad Ciudadana en diez u once meses, el tiempo que falta para su presumible caída, a la que se resisten como jabalíes heridos, quieren las calles limpias, a los desahuciados mansos y a la rabia sumisa, es su última baza, luego, poco les importa que sea derogada o la tumbe el Constitucional en el siglo XXII. Sacaron una ley para estar tranquilos ante las provocaciones que aún nos tienen reservadas.

Esta tropa no sabe negociar si no tiene rodillo parlamentario. Apisonar es su estilo. Eso tiene un nombre muy feo. Somos los bufones de Europa. La marca España es una marca blanca; en la etiqueta se lee que puede contener trazas de libertad. Si quieren mártires los tendrán, pero por otras causas. Si nos han declarado enemigos, enemigos seremos; coherencia ante todo. Miradnos a los ojos.


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