6:15 a.m. El despertador suena precoz, como de costumbre. Los ojos despegan, con dificultad, sin advertir que sólo son la ventanilla de una prisión. Un hueco frío y pequeño por el que la realidad entra como un mendrugo de pan seco y un cuenco de agua estancada. En unos minutos, los pies, aún fríos, caminarán por una calle silenciosa, a la espera de ser aceptados por un enjambre de almas apagadas. No hablarán en la parada del autobús. No arriesgarán al hechizo. Apenas sí se mirarán. Se reconocerán como iguales. Zombies. No ensangrentados ni de mirada desbocada. Sólo autómatas. Sólo estremecimientos amparados por el calor de la rutina. Sólo esclavos de una voluntad que no controlan. ¿Soy uno de ellos? Tal vez.
Para aquellos que saben leer lágrimas en las sonrisas.
Para aquellos que soñarían con elegir un sueño.
Despertemos.