Revista Cine
No le haga mucho caso al título que le endilgaron. Por su nombre, Un Amor Apasionado (Angèle et Tony, Francia, 2010) nos remite a un melodrama de rompe y rasga o, acaso, a alguna estridente canción ranchera nacional. Nada de eso: la opera prima de Alix Delaporte está en las antípodas de lo que sugiere el título con el que se está exhibiendo en el 32 Foro de la Cineteca. Se trata de una sencilla, reticente y, al final de cuentas, conmovedora historia de amor. O, mejor dicho, historias de amores. La de una joven y atractiva mujer andrógina y expresidiaria que busca recuperar el amor de su pequeño hijo que no ve desde hace dos años. La de un hosco pescador robusto que no quiere entregarse al amor de esa desgarbada mujer a la que claramente desea. La de un niño que tiene la oportunidad de sentir amor por una madre que acaso apenas recuerda y por un nuevo papá, seco pero noble, que tiene todo el tiempo y la voluntad de enseñarle cómo se agarran los cangrejos. La cinta inicia con la Angèle del título original (Clotilde Hesme) intercambiando favores sexuales con un tipo cualquiera por un muñeco de acción. Luego sabremos que Angèle, en libertad bajo palabra, no tiene trabajo ni dinero y, por lo mismo, comete pequeños robos o se prostituye a través de anuncios periodísticos. Así conoce a Tony (Grégroy Gadebois), un pescador robusto y semicalvo que aún vive con su madre recién viuda y su revoltoso hermano menor. Estamos en las costas de Normandía, en un pequeño pueblo pesquero que está en pie de lucha en contra de las cuotas de recolección impuestas por la Unión Europea. Sin embargo, la lucha de estos pescadores por su forma de vida no es el centro del filme -no estamos en los terrenos marselleses de Robert Guédiguian o ingleses de Ken Loach- sino el mero telón de fondo de una historia profundamente humana en la que un puñado de vidas logran dejar de lado sus desconfianzas y reticencias para encontrar la paz consigo mismos y con los demás. No hay tremendismo ni miserabilismo, pero tampoco cursilería. El guión escrito por la propia cineasta nunca sentimentaliza a sus personajes ni deja que el melodrama se desborde. En el guión y en la funcional puesta en imágenes domina la sencillez, la sobriedad. De hecho, ni siquiera tenemos la típica escena "clave" en la que Angèle y Tony se dan cuenta que, finalmente, se han enamorado. La relación evoluciona lentamente, sin aspavientos, frente a nuestros ojos y, antes que nos demos cuenta, cuando la siempre seria Angèle sonríe prodigiosamente frente a Tony, sabemos que el rechoncho pescador está perdido, como nosotros. Ya es hora que todos sean felices. Se lo merecen, qué caray.