Un factor de evolución en las corridas de toros
Convengamos en que el aficionado a los toros es un personaje singular que hace de la asistencia a la plaza una mezcla de obligación morbosa y placer íntimo e intenso, o sea que no acude a las corridas como a un simple espectáculo o diversión. Creo que por eso más que divertirse o aburrirse sencillamente con los avatares de las corridas y las faenas de los toreros, disfruta o sufre grandemente con la función del arte de torear que se representa ante él.
Arte, espectáculo, rito, pasión... todo ello se junta para provocar el gozo inefable que siente ante el toreo puro, pero también para provocar su tremenda indignación cuando sus expectativas se ven defraudadas.
Esta irascibilidad trufada de arrebato explica muchos comportamientos individuales que vemos en la plaza de toros, pero no acaba de explicar la variedad de momentos que hacen disiparse esta irritación, ni la razón de que lo mismo que a unos les hace botar de indignación sea aprobado con satisfacción por otros.
Todo el mundo se pone de acuerdo cuando hay un acontecimiento singular, como recientes y recordadas faenas de Antoñete, de César Rincón o de José Tomás. Pero descontando los acontecimientos singulares, en el día a día del aficionado, no todo el mundo coincide con el mismo criterio sobre qué prefiere ver en la plaza.
Creo que sin ánimo de simplificar en exceso, podemos dividir a los aficionados a los toros, en función de sus preferencias, en dos grandes grupos que he venido a denominar como esteticistas e integristas.
Para entendernos podemos definir a los esteticistas como partidarios de la elegancia de las formas y a los aficionados integristas como los que encuentran la belleza en el dominio del toro íntegro.
Los aficionados esteticistas suelen ser seguidores de algún torero y les importa menos el toro que la plástica del matador. Lagartijo en el siglo XIX contaba con numerosos seguidores arrebatados por su estética elegante, que Sobaquillo (Mariano de Cavia) glosó en numerosas ocasiones, iniciando una tradición a la que pertenece Alejandro Pérez Lugín, Don Pío, quien recreó con su pluma las magistrales y fantasiosas faenas de Rafael "el Gallo".
Esta tradición pasa también por los elogios superlativos al duende de los toreros gitanos que desembocarán en "La música calla del toreo" de José Bergamín en homenaje a Rafael de Paula. La tradición de aficionados esteticistas lleva hasta los actuales seguidores de Enrique Ponce, pasando por los apasionados defensores de José María Manzanares.
Los aficionados integristas recorren la historia de la fiesta pidiendo fuerza, trapío, edad y bravura a los toros, y toreros que sean capaces de poderlos. Encuentran la belleza, más allá de la pura plástica, en la resolución del enfrentamiento entre toro y torero con riesgo y majeza.
El enfrentamiento entre las fuerzas de la naturaleza y la cultura, que la fiesta de los toros representa, no encuentra sentido como espectáculo para este tipo de aficionados sino en el dominio del animal íntegro por el torero-héroe que le ha dado todas las ventajas que la tauromaquia permite, para crear belleza en la demostración del dominio del toro.
La tradición de aficionados integristas se remonta al principio de la fiesta de los toros y tiene en Sánchez de Neira, contemporáneo de Paquiro y autor del Gran Diccionario Tauromáquico, su primer exponente. Cuenta con magníficos representantes en el siglo XIX, como Peña y Goñi o F. Bleu y continúa hasta Luis Fernández Salcedo y la mayoría de críticos taurinos recientes.
La parte más numerosa y ruidosa de la afición de Madrid pertenece a este sector, aunque no en exclusiva. Desde Joaquín Menchero, El alfombrista -que acabó siendo mentor de Joselito "el Gallo"-, o Matías, el del tendido 1 de la vieja plaza de la calle de Alcalá, hasta los asiduos a la andanada del 8 en los años 60 y 70, o al actual tendido 7 de la plaza de las Ventas.
Los anhelos e intereses de los componentes de estos grupos no son contradictorios, pero sí son difíciles de conjugar. La búsqueda de la belleza en el toreo tiene mucho que ver con el sosiego, la lentitud, la armonía de las formas; con el temple, por utilizar un término estrictamente taurino, sin embargo esto es francamento difícil de conseguir si enfrente del torero hay un toro con acometidas inciertas.
Por otra parte, la búsqueda de la nobleza del toro puede acabar produciendo animales que excluyan la emoción, y la pura exaltación del riesgo puede concluir con una esgrima de mucho sobresalto y poca belleza.
La interacción y el desacuerdo entre estos dos grupos de aficionados ha sido el dinamizador de la fiesta, su motor, puesto que sólo raramente se da una faena con la conjunción del mayor riesgo con la mayor armonía de la composición, lo que siempre ha proporcionado abundante argumentación de la fiesta de los toros, impidiendo su anquilosamiento y adaptando su evolución a los gustos de una sociedad también en permanente cambio.
Andrés de Miguel es sociólogo y miembro de la peña "Los de José y Juan". Autor de los libros "Los aficionados integristas" y "Adiós, Madrid" -éste mano a mano con José Ramón Márquez-.