Inspirada en un poema de Rudyard Kipling, Gunga Din, otra obra mayor de la “quinta” del 39 (una de las mejores cosechas de la historia del cine la de aquel año) dirigida en esta ocasión por George Stevens (uno de los grandes directores del cine clásico más olvidados con el paso del tiempo), parte de una premisa compartida con el western clásico, si bien convenientemente traducida al entorno de la India colonial de la era victoriana: tres sargentos británicos unidos por una estrecha amistad, Cutter (de nombre Archibald, como el nombre de pila real del actor que lo interpreta, Cary Grant), MacChesney (Victor McLaglen) y Ballantine (Douglas Fairbanks, Jr.), son enviados con su destacamento hasta una aldea al norte de su campamento para reparar la línea de telégrafo cortada por los Estranguladores, una secta religiosa de adoradores de la diosa Kali que pretende expulsar a los británicos de la India. Así, los británicos desempeñan el mismo papel que tradicionalmente corresponde en los westerns a la caballería americana, mientras que los indios de la India ocupan en la historia la posición de los indios de Norteamérica. Es decir, que nos encontramos con un retrato de la vida militar en la India del siglo XIX que alterna las columnas de soldados que recorren un paisaje que apenas oculta la amenaza de un enemigo hostil con el retrato costumbrista de la vida en un cuartel, incluida la ineludible secuencia que transcurre en un baile de sociedad.
Una vez superado ese punto de partida, la película ofrece otros aspectos de mucho mayor interés. El principal, la presencia de un humilde, sencillo e ingenuo aguador de las tropas, Gunga Din (Sam Jaffe), que sueña con enrolarse en las filas británicas para convertirse en soldado de Su Majestad. Y, por supuesto, las distintas pruebas a las que se somete la amistad a tres bandas de los sargentos, cada uno con sus distintas aspiraciones: la de Cutter, encontrar un tesoro y hacerse rico; la de Ballantine, casarse con su prometida, Emmy (Joan Fontaine, en uno de los papeles más insulsos y una de las interpretaciones más sosas de su carrera), y abandonar el servicio; y la de MacChesney, que no es otra que sujetar a sus amigos en la unidad para no perderlos y no sentirse solo y desamparado sin ellos. Todo ello, acompañado de las correspondientes escenas de acción y lucha, las más modestas, las que recogen peleas “de borrachera” entre soldados o cuerpo a cuerpo contra indios rebeldes, filmadas con notable torpeza y risible resultado; las más complejas, las que incluyen movimiento de los ejércitos y evolución de los personajes en escenarios o exteriores repletos de matices, rodadas con mucho mayor brío, talento y emoción y sin dejar de lado el suspense.
De este modo, la lectura superficial de la película contiene en sus 117 minutos grandes dosis de amistad (con un tono irónico y humorístico que proporciona un buen puñado de momentos estimables, como la secuencia del ponche en el baile de celebración del compromiso) y acción (con la excelente secuencia del combate por los tejados del pueblo, estupendamente precedida del suspense de la eliminación uno por uno de los centinelas), con apuntes de cine de aventuras (la fuga de Cutter que Gunga Din propicia y su descubrimiento del templo de oro donde se oculta el enemigo, el cruce del puente colgante…) y toques románticos (la relación de Ballantine y Emmy, la lucha de él por mantenerse ligado a sus amigos y a la milicia y la de ella frente a los otros sargentos por apartarle de todo eso). Tratándose de Kipling y de un guión escrito y reescrito por ocho manos distintas, entre las que se incluyen los grandes Ben Hecht y Charles MacArthur, estos extremos quedan reflejados con suficiencia, si bien el paso del tiempo ha afectado a no pocas de las bromas y al tratamiento de algunas secuencias de acción que han quedado irremisiblemente envejecidas. La espléndida fotografía en blanco y negro, la inolvidable música de Alfred Newman, con influencia de las típicas fanfarrias militares, y la presencia periódica de las gaitas escocesas, terminan de conformar una atractiva atmósfera para la aventura propia de las grandes historias.
Pero, igualmente, tratándose de Kipling, cabe esperar un relato que ensalce las bondades del Imperio británico, así como la condición de la India como la primera y principal de sus colonias, la joya de ese Imperio (la reina Victoria se hizo así coronar Emperatriz de la India). Aunque queda perfectamente retratada la realidad de la colonia en aquella época con unas cuantas imágenes certeras de Stevens, como por ejemplo la marcha de la columna, con los tres sargentos británicos y blancos a caballo abriendo la formación, seguidos por los soldados nativos que caminan detrás en sandalias, justo por delante de los operarios que han de reparar el cable telegráfico, descalzos con los animales de tiro, y, por último, los aguadores, que van también descalzos y casi desnudos llevando a cuestas los imprescindibles depósitos de agua para una marcha bajo el sofocante calor indio, o cualquier secuencia en la que aparece personal nativo, por lo general criados y personal de servicio completamente irrelevantes en la trama, es el personaje de Gunga Din donde Kipling y la película vuelcan el simbolismo de las relaciones entre India y el Imperio. El aguador, un paria de la casta más baja, aspira a hacer carrera militar con la potencia ocupante (maravillosa la secuencia en la que Cutter-Grant descubre cómo Gunga Din, que guarda una corneta como un tesoro, repite a escondidas los ejercicios de instrucción militar que ve hacer en el patio, y cómo Cutter se convierte por un momento en su sargento instructor particular), es decir, que no sólo acepta la tutela británica, sino que aspira a servirla, defenderla y perpetuarla, y esto se vende como lo positivo y lo deseable para un personaje como él. No sólo eso, sino que tanto la famosa escena final, cuando Gunga Din advierte con su corneta a las tropas en marcha de la emboscada que se cierne sobre ella, acto que le cuesta la vida, como el colofón de la cinta, la lectura del poema que Kipling (que en la cinta, interpretado por Reginald Sheffield, acompaña al ejército como periodista) compone en honor de Gunga Din (el poema fue escrito realmente en 1892) para resaltar su heroico comportamiento, así como su nombramiento como cabo del ejército a título póstumo y su inclusión en el diario de operaciones del regimiento como caído heroicamente, sirven a ese mismo propósito, el de la fusión entre la estructura colonial y la voluntaria y deseable adhesión de los indios al régimen (la independencia india tendría lugar finalmente sólo ocho años después del estreno de la película).
Lecturas históricas, sociales y geopolíticas aparte, la película, vibrante y emotiva (sentimiento subrayado por la presencia de las gaitas y las canciones del regimiento escocés), entretenida y emocionante, supone un hermoso canto a la amistad, sin excluir los baches y pequeños roces y enfrentamientos que le son propios, así como un estupendo fresco colonial y un magnífico tributo a la tradición de las historias de aventuras en parajes exóticos, en el que el humor triunfa sobre el amor (excepcional el recurso al documento de reenganche de Ballantine para simbolizar su duda interna entre su prometida y sus amigos) y los sueños de un pobre aguador indio por pertenecer al Imperio sobre los malvados y traicioneros asesinos que ponen en cuestión su hegemonía. Pero, por encima de todo, el encanto de una producción de época de la RKO que da lo que promete, y que un tanto vetusta y avejentada, especialmente en algunos apuntes humorísticos, esquemática en personajes y estereotipos, interpretada con el piloto automático (McLaglen en su papel de siempre; Grant, atípico de uniforme colonial, sin embargo, se luce en los momentos cómicos -especialmente cuando irrumpe en la reunión de los fieles a Kali-, no tanto en los de acción) algo tópica y previsible, sobrevive con la solvencia de las viejas historias de los tebeos que uno vuelve a visitar con nostalgia por la juventud perdida.