¿Cuántas historias caben en 79 minutos? Dentro de los parámetros actuales, como mucho, normalmente una y, por lo general, a medias. En otros tiempos, allá por 1952, sin embargo, a pesar de lo encorsetado del formato, lo ajustado del presupuesto, la trivialidad del guión y el rutinario pilotaje por parte de uno de esos directores, muy limitados pero contablemente eficientes, menospreciados hoy bajo la discutible etiqueta de “artesano”, George Sherman, podíamos encontrar, en ese mismo metraje, espionaje, piratas, romance a cuatro bandas, batallas navales, duelos de esgrima, persecuciones, humor e incluso cierta visión, parcial, blanca y superficial, de un episodio colonial hoy prácticamente olvidado que en los últimos años, no obstante, ha cobrado nueva relevancia. Todo ello, es verdad, desde un punto de vista ligero, incluso banal, pero con vocación de entretenimiento puro. Se trata de La isla de los corsarios (Against all flags, 1952), película de agentes infiltrados e insaciables piratas cuya acción nos traslada a la gran isla de Madagascar, en el Índico africano, en el año 1700.
La película se inicia con el solemne acto de cumplimiento de un castigo militar a bordo de un navío de guerra británico: Hawke, un teniente de la Royal Navy (Errol Flynn, en su papel de siempre) es cosido a latigazos, veinte en total. Pero esta penalización no es más que el necesario “maquillaje” para que el teniente pueda cumplir una misión superior: su infiltración como desertor, junto a dos camaradas de rango inferior, entre los piratas que, desde el norte de Madagascar, asolan las costas orientales de África, el mar Rojo, el Golfo Pérsico y la ruta de la India y Asia. Tras el fracaso de tres naves portuguesas en la toma del punto neurálgico de la actividad corsaria, debido al inteligente diseño de sus defensas, ocultas no obstante a la vista por un elaborado sistema de camuflaje, los ingleses se proponen descubrir y cartografiar el emplazamiento de los cañones defensivos a fin de penetrar en el santuario pirata y acabar con su actividad. El teniente inglés, no obstante, se encuentra con el recelo de la mayoría de los capitanes piratas, que en el caso de alguno, el capitán Brasiliano (Anthony Quinn, en uno de sus perfiles más habituales), más que recelo es rechazo fundamentado en los celos , excepto por parte de la única mujer capitana, Stevens (Maureen O’Hara, espléndida en sus botas imposibles el mismo año del rodaje de El hombre tranquilo con John Ford). Vencidas las reticencias de casi todos, el teniente puede dedicarse a su misión, pero surgen complicaciones: en primer lugar, los sentimientos recíprocos que surgen entre él y la capitana Stevens, que despiertan el odio en Brasiliano, que busca la manera de acabar con Hawke; y para continuar, el abordaje por parte de Brasiliano del barco en que viaja de peregrinación a La Meca la princesa Ormuz (Alice Kelly) bajo la tutela de su ama inglesa (Mildred Natwick; volvemos a Ford…), una joven a la que le va la marcha más que a un tonto un lápiz y que sólo busca encamarse (dentro de los cánones admisibles entonces…) con el apuesto Hawke. Por supuesto, en la historia caben abordajes, asaltos, combates sable en mano, disparos de cañón y de pistola, requiebros románticos, diálogos irónicos y alguna que otra acrobacia antes de que los buenos, los ingleses, se salgan con la suya y la bondad triunfe.
A pesar del blanco retrato del fenómeno de la piratería (se omite cualquier comportamiento excesivamente escabroso, tanto en la violencia como en el sexo y se pretende dotar a la convivencia entre corsarios de las reglas ordenadas de la vida en sociedad) y de incluso la distinción, dentro de ésta, de buenos y malos (Stevens y Brasiliano, respectivamente), según la forma en que han llegado a desempeñar esa actividad y su voluntad o ausencia de ella por reinsertarse en una vida normal (con el dinero robado, por supuesto), la película ofrece algunos puntos de interés a pesar de su confección previsible y banal. En primer lugar, el empleo del color: la colorista fotografía de Russell Metty ofrece todo un espectáculo visual que nos traslada a los calores del Índico desde la recreación en estudio de los parajes, los barcos y la ciudad de los piratas, también a través del vestuario, de vivos colores y, en determinados momentos, gran sofisticación. En este punto, obviamente, la entrega es total al encanto de Flynn como héroe de acción clásico, y a la melena pelirroja de O’Hara, que luce en todo su esplendor. Interpretativamente, Flynn compone su personaje estrella, ese militar íntegro y capaz, irónico, valiente y orgulloso, seductor y sensible, que no ha tenido igual en la historia del cine. O’Hara es la hija de un pirata convertida en capitana por las circunstancias, una mujer fuerte, independiente, más orgullosa todavía y con carácter, aunque la feminidad la “debilita” y el amor la suaviza notablemente. Quinn, como siempre en estas lides, es el bravucón ruin y traidor, ambicioso y sin escrúpulos, que desea poseer a la mujer -entre otras- como parte de su botín y no como un ser de carne y hueso con cerebro. Kelly, la joven princesa mahometana, resulta sin embargo antipática en su estupidez y bobo proceder incluso para una adolescente del siglo XVII, casi XVIII. Todos, no obstante, cumplen con lo esperado en unos personajes arquetípicos de manera mecánica aunque eficiente. Mención especial para Flynn, en el que, a pesar de contar únicamente con 42 años, se notan ya las huellas del paso del tiempo y del desgaste de una vida intensa (moriría tan sólo siete años después, con apenas 50 cumplidos).
En cuanto a la acción, no destaca especialmente en ninguno de sus extremos, tratándose más de una película de personajes y situaciones, más estática de lo deseable, quizá, para una historia de piratas con tantos posibles flancos. Únicamente el abordaje final, el rescate de las chicas buenas por parte del héroe íntegro, merece consideración a este respecto, con Flynn y O’Hara combatiendo sable en mano y hombro con hombro contra la tripulación de Brasiliano y con éste mismo, en la cubierta de una nave recreada, como casi todo lo demás, salvo alguna secuencia playera, en el interior del estudio. En su haber, sin embargo, un acierto inesperado: poner de relieve ya en 1952 las referencias a un fenómeno, la piratería en el Índico, que vuelve a estar de actualidad desde unos años a esta parte, si bien con Somalia y no con Madagascar como centro de operaciones. Cierto es que las causas y consecuencias de estos fenónemos no son extrapolables, pero quizá sí su origen, la explotación colonial de las riquezas naturales por las potencias occidentales y el deseo por parte de los excluidos y marginados por esta prosperidad, no pocas veces los legítimos titulares de los derechos sobre esas riquezas, de hacerse con una parte de un botín que también podría encuadrarse en la definición de piratería, por más que un código legal diseñado a la carta conceda las oportunas licencias con las que dar cobertura normativa y legitimidad moral al latrocinio sistemático bajo los oropeles del imperio o de las cuentas de resultados.