Hermosísima película, bellísima, de una contención prodigiosa, de una impresionante mirada, profunda, limpia, también cruda, sobre la importancia crucial de la enseñanza como mayor oportunidad, tal vez única, en un entorno de calles sin salida, zancadillas y barricadas socioeconómicas. Una reivindicación necesaria, imprescindible, del papel del educador, de su función formativa, cultural, social, como uno de los pilares básicos de la vida en democracia y libertad, como acicate primordial del crecimiento personal. Y una llamada de atención sobre las trabas de la burocratización, los presupuestos recortados, las trampas políticas, los recovecos administrativos, los pretextos alegales con que los poderes interesados en la desigualdad minan todo desarrollo, toda iniciativa, toda vocación para la construcción de un horizonte más abierto, plural y lleno de posibilidades para todos. La puesta en escena de Tavernier, sencilla (que no simple), naturalista, próxima en muchos aspectos al documental, transmite al espectador una sensación de proximidad, de autenticidad, de verdad narrativa, contraria a toda idea de proceso fílmico manufacturado, a los postulados dramáticos de la tragicomedia lacrimógena de diseño. La película respira poesía cotidiana, el lirismo de las pequeñas cosas, pero también la fuerza del alegato, del discurso crítico. La contundencia de la determinación, la sensibilidad del combatiente por una causa justa, irrenunciable.
En una comarca minera del norte de Francia, sacudida por la reconversión industrial, con altísimas cifras de paro, escasez de subsidios, tijeretazos gubernativos en gasto social y educativo, Daniel Lefevre (Philippe Torreton) es maestro y director de una escuela infantil situada en un barrio marginal de una pequeña ciudad afectada por el cierre de las minas. Su día a día transita entre la debida atención a sus alumnos, sus funciones de supervisión y gestión de los recursos de la escuela y el continuo diálogo con padres e instituciones educativas y sociales, siempre complicado, siempre dificultoso, inevitablemente frustrante. La delicada coyuntura económica y social de la región tiene consecuencias terribles: niños mal alimentados, otros que presentan huellas de maltrato, padres carentes de recursos que no pueden satisfacer las cuotas de la escuela pendientes de abono… El mayor drama lo presenta la familia Henri: la madre, alcohólica, desatiende a sus hijos. Una tarde, incluso llega a abandonarlos en la escuela, al cuidado de Daniel, dándose a la fuga. Daniel, junto a otros compañeros, viven su oficio como una vocación integral, no vacilan en invertir tiempo, esfuerzos, a veces incluso dinero de su propio bolsillo, en ayudar en lo que pueden a las familias menos favorecidas. No tanto por un sentimiento de deber cívico, por valores de solidaridad asociados a determinadas ideas políticas, por piedad o por compasión; es el bienestar de los niños, el sentido de su trabajo, de su razón de ser profesional, lo que pretenden salvaguardar y proteger. La esperanza (el padre de la familia Henri encuentra trabajo como conductor de camión) convive cotidianamente con la frustración (el combate desesperado contra la administración en busca del mantenimiento de los recursos que permitan prestar un servicio digno), la lucha (la ayuda de una trabajadora social que, como Daniel, hace de su empleo el sentido de su vida), con la resignación y el fracaso (el triste destino de la familia Henri). La película presenta un mosaico de situaciones, pedacitos de vida, trozos de realidad, un prisma de territorios humanos sometidos a la presión de un mundo injusto y desigual, tomando como vehículo la vida de un profesor y director de escuela que ve cómo sus problemas laborales saltan la frontera de la vida privada (he aquí, probablemente, el aspecto más débil de la película, el tópico más o menos folletinesco del contraste entre su relación con los alumnos y los padres y la que mantiene con su pareja y el hijo de esta, o su propia condición de hijo afrontando la hospitalización de su padre).
Bertrand Tavernier construye su relato con sensibilidad pero sin sentimentalismo, sin escatimar en dureza ni hacer ascos a pequeñas chispas de humor, la tragicomedia de la vida, con un explícito espíritu crítico que funciona en múltiples direcciones (de la ceguera interesada de las administraciones a la frustración de los gestores bienintencionados y honestos que se ven atados por las decisiones políticas y las reducciones presupuestarias; de los padres que luchan y no se resignan a los que se rinden a la desesperación o hacen caso omiso de su responsabilidad permitiendo que sus hijos crezcan embrutecidos, violentados frente al entorno hostil que los coarta y corrompe), en especial atendiendo a la injusticia que se produce cuando aquellos que quieren cambiar las cosas a mejor son continuamente cuestionados desde todos los frentes, por los políticos que toman las decisiones, por superiores y compañeros, y sobre todo por padres incapaces de comprender la importancia de la responsabilidad de la labor del educador en el futuro de sus hijos. Un lenguaje visual directo, desnudo, desprovisto de artificios, fenomenalmente interpretado, con diálogos sencillos, coloquiales, en algún momento tal vez excesivamente discursivos, punteados por las evasiones literarias de Daniel, su voz en off adornando las bellas imágenes con sus evocaciones a lo Zola, de una espontaneidad perfectamente ensamblada con la idea narrativa de fondo, plasmada en secuencias de una irresistible emotividad.
Una película francesa de 1999 que sigue plenamente vigente. Recurramos, una vez más, a la realidad española de 2015 en el contexto educativo y social, por ejemplo: los recortes, el despido de profesores, el aumento del número de alumnos por aula, el fomento de la enseñanza privada en detrimento de la pública, la dilapidación del patrimonio común de los ciudadanos, las mentiras de los políticos que socavan el sistema para cuya defensa y salvaguarda han sido elegidos… Pero también el papel del profesor, su labor determinante, esencial, imprescindible, vital para un país que tenga una mínima noción de autoestima, de respeto y aprecio por sí mismo y por sus ciudadanos, y de preocupación por el futuro. Tavernier vuelve la mirada al pasado (precisamente, a través de los ecos de Germinal, de Zola) para proyectarlo en el porvenir a través de una mirada descarnada sobre el presente, para sugerir la idea de un progreso material más lento y truncado que el ideal que proclama la Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad. El patio del colegio, las botellas de plástico rellenas de líquido de distintos colores, arco iris levantado sobre el anodino cemento, mientras la orquesta desfila entre ellas con su música festiva, el descanso lúdico como colofón a las arduas tareas del año, adecuada metáfora del eterno ciclo de principio y final, del giro continuo de la rueda de la construcción del futuro (y de los palos que algunos pondrán en ella). Cada primer día de curso, cada nueva mañana, la lucha empieza de nuevo.