MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (XI)
Los inmortales y majestuosos acordes de Carmina Burana, de Carl Orff, acompañan la última salida al combate de Arturo, el legendario rey de Camelot, a la vez que sus dominios van librándose de la oscuridad, recuperando la primavera que disfrutaron tiempo atrás a cada paso que acerca al monarca y a los caballeros que todavía le son fieles a la batalla contra su -involuntariamente- incestuoso hijo, Sir Mordred, habido a raíz de un sortilegio de su hermanastra Morgana. La última batalla, la muerte segura de un rey que sabe cuál es el precio a pagar por recuperar su país y su legado. El cierre de un ciclo con la vuelta de Excalibur, su legendaria y poderosa espada, a manos de la Dama del Lago, y que se inició cuando el rey Uther, enloquecido por el deseo, convenció a Merlín de que, a cambio de entregarle el producto de su amor, creara un conjuro que le permitiera yacer con la esposa de su nuevo aliado, el rey de Cornualles, la posterior muerte de Uther y la mítica espada clavada en la roca de la que, dieciocho años después, sólo podría retomarla un caballero de su estirpe.
Así, con unas riquísimas y bellísimas imágenes más cercanas a lo operístico que a lo cinematográfico, recrea John Boorman una de las leyendas más presentes en la cultura europea occidental y una de las más importantes, si no la que más, de la etapa medieval, repasando cada uno de los episodios conocidos con meticulosidad y, por qué no decirlo, con algo de lentitud y densidad: el asalto por Uther del castillo de Tintagel, la elección de Arturo como soberano, la guerra frente a sus enemigos, la creación de la Tabla Redonda, la búsqueda del Grial, y en enfrentamiento postrero con Mordred para salvar al reino de las tinieblas y la maldad. Y cómo no, la amistad de Arturo y Lanzarote y el affaire de éste con Ginebra, la esposa del rey, custodia y guardiana de la espada durante todos sus años de retiro en un monasterio, que coinciden con la decadencia física de Arturo (extensible a su reino) y el destierro de Lanzarote.
La película se convirtió en un clásico prácticamente de manera instantánea, gracias a la recuperación de una historia conocida pero que el cine había insistido en incluir entre sus clásicos de capa, espada y leotardos, poniéndola al día con una estética más moderna (en algunos momentos, los peores, incluso ochentera, ahí está la Morgana de Helen Mirren), una construcción más sólida y atractiva de personajes, la mayoría de ellos interpretados por actores británicos prácticamente desconocidos (Nicol Williamson, Nigel Terry, Nicholas Clay, Robert Addie) de los cuales algunos llegaron más tarde a alcanzar la fama y el reconocimiento (Gabriel Byrne, la propia Mirren o Liam Neeson), y una actualización del conflicto del adulterio, la traición y el contenido simbólico del Grial como fuente de valores deseables para la sociedad.
Lejos de los grandes castillos de gruesos muros y altas torres, torneos, trovadores, arcos y flechas, la historia navega por cauces sombríos, por bosques, grutas, cuevas y páramos nublados en los que refulge la pureza de las plateadas armaduras de los caballeros y el filo de las armas desenvainadas en nombre de la paz y la justicia. Así, la película avanza a trompicones producto de los proverbiales problemas de Boorman con el manejo de los ritmos, a veces cercanos al tedio y al alargado retrato de pasajes innecesarios, pero atrapa, casi apabulla, con el poder de unas imágenes sugerentes, esplendorosas y una música majestuosa, monumental, que trasladan esa aura de leyenda inasible, diluida en las brumas del tiempo y del mito, a un espectador cuya forma de entender la narración, la ficción, será siempre heredera de estas historias y personajes.