Revista Cine
Con El Honor del Guerrero (Bushi no ichibun, Japón, 2006), el prolífico veterano Yôji Yamada cerró su trilogía samurái, centrada en estos celéberrimos combatientes y caballeros del Japón feudal, cuya preminencia en la cultura nipona se apagaría con el fin de la Era Edo, en la segunda mitad del siglo XIX. Al igual que en sus dos anteriores cintas, El Ocaso del Samurái (2002) y La Espada Oculta (2004), en este filme Yamada echó mano de un texto de Shûhei Fujisawa -esta vez, de una novela- para centrarse nuevamente en un samurái, Shinnojo Mimura (Takuyi Kimura), que se encuentra en el nivel más bajo de su casta. Como los protagonistas de las cintas mencionadas, Shinnojo apenas gana 30 kokus y, además, su trabajo le resulta aburrido y hasta indigno: es uno de los seis catadores que prueban la comida para evitar que el pedorro Señor Feudal de siempre no vaya a morir envenenado. A pesar de las molestias que le provoca su chamba, Shinnojo es un hombre feliz: tiene como esposa a la bellísima Kayo (Rei Dan), un criado muy viejo pero muy fiel (Takashi Sasano) y un sueño que está a dispuesto a realizar -abrir una escuela de kendo para enseñar libremente el manejo de la espada a hijos de samuráis pero también de simples campesino- aunque para ello tenga que renunciar a su estatus de caballero en el shogun. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos -o, más bien, en un abrir y cerrar de boca-, el mundo modesto pero seguro de Shinnojo se derrumba: prueba un sashimi hecho con un caracol altamente tóxico, lo que lo lleva al borde de la tumba. Cuando se recupera, se da cuenta que ha perdido por completo la vista. Por supuesto, un samurái ciego -a menos que sea Zatoichi en alguna de sus treinta películas- no tiene demasiado futuro en el Japón feudal, por lo que la ruina económica amenaza la apacible vida de Shinnojo y Kayo. Durante la primera hora, esta chambara funciona más como una clásica jidai-geki -cine de época ubicada en la Era Edo- pues no pareciera haber posibilidad de que un elemento clave del género, el duelo climático entre los samuráis rivales, pueda llevarse a cabo, ya que el protagonista está ciego y no es, insisto, Zatoichi, ni Yamada es conocido por hacer ese tipo de cine. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, hacia el final, El Honor del Guerrero ofrece una emotiva pelea entre nuestro protagonista y cierto señor feudal (Mitsugorô Bandô) que ha mancillado el honor -y algo más- de Shinnojo. Para llegar a ese momento, el guión de Yamada -escrito con otros dos colaboradores- ha mostrado con una molestia apenas reprimida el acorralamiento de Kayo, la bella y devota esposa, que por ayudar al marido compromete el honor de él y la posición social de ella, pues en esa sociedad y en esa época, la mujer de un samurái está aún más constreñida que su señor. De hecho, hay ciertos momentos en el filme que Yamada pareciera aspirar a algún arranque melodramático al estilo del mejor cine de Mizoguchi, pero su temperamento -¿o sus limitaciones?- como cineasta se lo impiden. En el aspecto formal, la película presume una puesta en imágenes más dinámica que las dos anteriores cintas y un duelo climático que, incluso, es mejor que los que vemos en El Ocaso del Samurai y La Espada Oculta, por el mismo escenario en el que se lleva a cabo: un camino pedregoso, un establo derruido, un viento que mueve la hierba y un feroz samurái ciego que antes de iniciar el combate ya ha ganado, pues está dispuesto a morir.