Z, en griego significa “está vivo”.
Así concluye esta apasionante cinta de denuncia del greco-francés Constantin Costa-Gavras, paradigma del cine político, excepcional película cuyas virtudes exceden lo cinematográfico para erigirse en testimonio de una época, de un espíritu convulso y contradictorio fruto de una perversión de la democracia que en buena parte continúa hoy, y que es preciso identificar, desenmascarar, erradicar para la garantía de los derechos y las libertades de los ciudadanos y su igualdad ante la ley. El momento del estreno, 1969, y las circunstancias del rodaje (la producción tuvo que trasladarse a Argelia para salvaguardar su autonomía económica, indispensable para conservar su independencia creativa), hacen que Z se convierta en una película compendio de un tiempo, de un estado de ánimo y de un clima de amenaza y peligro derivados tanto del mayo del 68 como de la emancipación argelina de 1962, que además de puramente coyunturales y focalizados en el ejemplo griego se proyectan en el futuro para denunciar el débil equilibrio entre legitimidad, poder y uso de la fuerza sobre el que se asientan las democracias occidentales, y reivindicar los instrumentos con que estas cuentan para protegerse de las desviaciones del sistema: una justicia independiente y el ejercicio libre del derecho de información veraz. Con un guion de Jorge Semprún basado en hechos reales (en la conclusión del metraje aparecen fotografías de algunos de los auténticos responsables de lo que se condena realmente en el filme, el asesinato en Tesalónica del médico, exatleta y político griego Gregorios Lambrakis, ocurrido seis años antes del estreno de la película, y según la versión previa del escritor Vassili Vassilikos), Costa-Gavras levanta una absorbente crónica político-criminal premiada en su día con los Óscar a la mejor película de habla no inglesa y al mejor montaje y el Globo de Oro a mejor película extranjera, además de otros premios en Cannes o en festivales de todo el mundo.
La película se estructura en dos bloques narrativos. En el primero de ellos, se nos presenta un país del arco mediterráneo gobernado por una democracia conservadora tutelada por el ejército y la policía (la película se abre con una conferencia impartida a los militares y policías acerca de cómo hacer efectivo el control sobre las ideologías no convenientes, poniendo como ejemplo las formas de luchar contra la plaga del mildiu que afecta a la vid) con el apoyo de diversas organizaciones de ultraderecha vinculadas al poder. En este clima, las ideas izquierdistas son, como mínimo, sospechosas, y por lo general motivan la hostilidad de un gobierno que dificulta todo lo posible la defensa de sus planteamientos políticos. En este marco, un dirigente político de la oposición, un pacifista contrario a la proliferación de armamento nuclear conocido como El Doctor (Yves Montand), también denominado Z, acude a una ciudad costera para asistir a un mitin. Las autoridades impiden su celebración mediante el chantaje y la coacción a todos aquellos que disponen de locales aptos para el evento, pero este se celebra igualmente ante la hostilidad de la ultraderecha y la inoperante presencia de la policía. A la salida del acto, el político es atacado desde un vehículo en marcha, y asesinado. Sin embargo, la policía y las estructuras de poder venden la hipótesis del accidente, que se mantiene hasta que se hace cargo del caso un joven juez de instrucción (Jean-Louis Trintignant, premiado en Cannes por su papel).
En este punto comienza el segundo bloque, una trepidante investigación judicial que debe afrontar las maniobras de hostigamiento y despiste dirigidas desde los despachos del gobierno y las autoridades policiales para dificultar su trabajo, al mismo tiempo que obtiene indicios y nuevas pistas y logra cruciales testimonios que le permitan destapar la verdad sobre la conspiración política que se esconde tras el incidente. Gavras construye un relato ágil y dinámico, 122 minutos de ritmo imparable, en los que las situaciones son más importantes que los personajes, apenas símbolos del papel que sus caracteres ocupan en la sociedad que la cinta refleja y en la interpretación que hace de la misma. Relatada de forma lineal con importantes insertos, que suponen breves saltos temporales (la presentación en flashback de algunos de los testimonios de los declarantes en el juzgado, así como la recreación de las falsas versiones de los hechos vendidas interesadamente por algunos de ellos, así como los puntuales flashes personales que ilustran la controvertida relación de la esposa de Z -Irene Papas- con su marido, del que estaba separada), magníficamente ensamblados por su reconocida labor de montaje, discontinuo pero aun así frenético, la película presenta una visión desencantada del sistema democrático cuando este está sometido a los intereses de las minorías privilegiadas apoyadas por los estratos económicos y policiales y militares. Así, la cinta revela los mecanismos utilizados por los estamentos de poder para proteger su posición, y que van desde la venta de cargos públicos al chantaje político, la extorsión, el soborno, la coacción y la amenaza directa, todo ello rebozado de un discurso saturado ideológicamente de contenidos supuestamente patrióticos, garantistas del sistema y de quienes dicen sostenerlo. Este estado de cosas choca con la integridad de un juez y también con la labor profesional de un fotógrafo (Jacques Perrin), que si bien por motivos nada altruistas y desde luego poco o nada relacionados con la conciencia política, contribuye decisivamente a identificar a los maquinadores y ejecutores de un crimen de estado cometido por vulgares sicarios.
De una vigencia tristemente manifiesta, la película se beneficia, además de la presencia de Montand, Trintignant y Perrin, de las breves pero intensas interpretaciones (Papas, por ejemplo, apenas pronuncia cuatro frases y su presencia, aun importante, es residual) de carismáticos rostros como Charles Denner, Renato Salvatori, Marcel Bozzuffi, François Périer o Pierre Dux, de la nítida fotografía de Raoul Coutard y, sobre todo, de la espléndida partitura de Mikis Theodorakis, que además protagoniza un curioso guiño de humor negro (una vez tiene lugar el pesimista final del filme, el nuevo régimen publica toda una serie de prohibiciones, entre las cuales se encuentra la música del compositor griego). La banda sonora que Theodorakis ideó para la película merece capítulo aparte, y se convierte en emblemática de un tiempo y una forma de hacer cine, las películas políticas de finales de los años 60 y principios de los 70, características de Francia, Alemania e Italia y, en menor medida, de España, y que en cierto modo reflejaron en tanto que contribuyeron a la configuración del panorama ideológico y político del occidente europeo de aquellos años.