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Crónica del fracaso: Días sin vida (Beloved Infidel, Henry King, 1959)

Publicado el 14 octubre 2024 por 39escalones
Crónica del fracaso: Días sin vida (Beloved Infidel, Henry King, 1959)

Algo no termina de cuajar en este, sin embargo, meritorio melodrama, penúltima película dirigida por Henry King en su larga carrera repartida en cinco décadas, basado en el romance entre Francis Scott Fitzgerald (Gregory Peck) y la excorista británica, reconvertida en exitosa cronista social, Sheilah Graham (Deborah Kerr), en cuyo libro autobiográfico se basa el guion de Sy Bartlett. Producida por Jerry Wald para 20th Century Fox, la fotografía de Leon Shamroy en Cinemascope y color De Luxe y la estupenda partitura de Franz Waxman son el acompañamiento más lujoso y sofisticado posible para la intensa historia de los tres últimos años de vida del escritor, la de su decadencia y progresivo hundimiento tras el fracaso como guionista en Hollywood y los reveses editoriales a los primeros capítulos de la que sería su novela póstuma, El último magnate. Situada en 1936, el drama reúne a Scott Fitzgerald, todavía casado con Zelda Sayre, ingresada por entonces en un centro psiquiátrico, matrimonio del que en 1921 había nacido Frances, estudiante en un internado, y a Sheilah Graham, de soltera Lily Shell, una inglesa recién llegada a Estados Unidos e inmersa en un accidentado proceso de divorcio que se resolvería al año siguiente. Este principio de la película, que narra con buen pulso el incipiente enamoramiento de la pareja, excelentemente escrito e interpretado, con situaciones y diálogos brillantes y con espacio para el humor, el gag visual y la ironía, choca sin embargo con lo que puede constituir el problema de fondo del guion: el pasado mutuamente revelado de ambos personajes no encaja con la imagen que la película transmite de su presente, ni tampoco, tal vez, con la naturaleza, las cualidades y el carisma de ambos intérpretes. Resulta complicado rastrear en Peck las huellas del tormento interior, la frustración, el desencanto y la derrota; no digamos ya las connotaciones físicas de su adicción al alcohol, a pesar de su correcto planteamiento del personaje (los borrachos suelen estar muy mal representados en pantalla: no se trata de aparentar la ebriedad con aspavientos y excentricidades, sino, como haría un auténtico dipsómano, de incorporar la manera en que un alcohólico trata de simular socialmente que no lo es). Por su parte, cuando Sheilah relata episodios de su vida, su desgraciado matrimonio, su infancia infeliz en un orfanato y, en especial, su trayectoria como corista, tampoco parece encajar demasiado con la imagen sobria y elegante de Kerr ni con las aspiraciones literarias de su personaje y el ambiente mundano y acomodado en el que parece desenvolverse con naturalidad. Esta carencia de solidez de los personajes termina afectando a las interpretaciones, puesto que la falta de química resultante, tanto respecto de sí mismos como en la relación entre ellos (sobre todo, en el supuesto terreno de la atracción sexual arrebatada), se traslada finalmente al guion, que, para alimentar el drama, debe compensar estas carencias de los protagonistas a través de sucesivas secuencias, algunas altamente incómodas y desagradables, que ilustren sus broncas, maltratos y discusiones, más o menos violentas en la medida en que vayan regadas con alcohol.

Ese tono sombrío que la película va adquiriendo conforme se desarrolla el metraje, sin embargo, colisiona también con su concepción formal. Los problemas que se acumulan en la vida de Scott Fitzgerald, derivados de su apurada situación económica (su novela no se publica, sus guiones no se venden y no obtiene ingresos con los que sufragar los enormes gastos del hospital de Zelda y del internado de Frances), del súbito deterioro de su salud, de sus desencuentros con Hollywood y de su alcoholismo, que finalmente desembocan en el enrarecimiento de la relación con Sheilah, que en contraste se ha abierto camino como columnista de sociedad, no van acompañados de un tratamiento visual acorde a ese estado de crisis general de incierta resolución. La fotografía conserva durante todo el film una generosa atención a los espacios holgados y confortables y a los exteriores luminosos y exuberantes (en particular, las playas californianas); la gama de colores mantiene las tonalidades suaves y ocres, cremas y grises; el vestuario, el maquillaje y la peluquería no contribuyen a caracterizar visualmente ese decaimiento personal ni el enfrentamiento cada vez más abierto entre la pareja, y para colmo, por razones impuestas por el Código de Producción, la cuestión del adulterio -Scott sigue casado con Zelda- desaparece prácticamente de la historia: Zelda es una presencia remota apenas aludida, lo mismo que Frances; no se hace mención a la ternura y el afecto, al amor real, que Scott Fitzgerald mantuvo con su esposa, de manera que la trama quede descargada de connotaciones ligadas a la relación extramatrimonial como tal y pueda concentrarse en el romanticismo bajo un barniz de cierta legitimidad que en otras historias contemporáneas resulta imposible. Con todo, existen secuencias de gran intensidad y estupenda resolución, tanto en el arranque más de «comedia romántica» del film como en los instantes más duros y difíciles, las escenas que reflejan las recaídas de Fitzgerald en el alcohol y el trato más brutal con el que castiga a su teórica amada o, especialmente, la secuencia del clímax en la que tiene lugar la triste conclusión del drama.

Película, en suma, en la que sus distintos elementos, tratados desde el clasicismo formal y el tono intimista, sereno, sensible y delicado conferido a un material solo parcialmente sacudido por convulsiones y tormentas, aunque quizá algo previsibles en el desarrollo, no solo funcionan sino que casi rozan la excelencia tomados por separado (música, emplazamientos de cámara, movimientos de los actores, empleo de las elipsis para subrayar el paso del tiempo, suntuosos decorados y localizaciones…), pero que no terminan de amalgamarse y congeniar en un todo homogéneo y cohesionado, lo cual hace que la película, aun así disfrutable por las interpretaciones y el interés objetivo que despiertan los protagonistas y sus circunstancias, no descolle como uno de los grandes melodramas propios de la época, no se tome como fiel reflejo biográfico de la figura de F. Scott Fitzgerald (el escaso parecido físico de Peck respecto al escritor ayuda a consolidar esa sensación de alejamiento; tampoco resulta especialmente convincente su configuración en pantalla de lo que implica ser escritor, a pesar de la reconocida personalidad intelectual de Henry King, extremo, no obstante, bastante común en el cine: se trata de una de las profesiones peor retratadas tradicionalmente por el cine), ni tampoco suela considerarse entre los grandes papeles de sus protagonistas. De algún modo, la película termina así por ser otro testimonio de la condición agridulce que F. Scott Fitzgerald mantuvo con el cine de Hollywood, y que ni siquiera la ficción ha conseguido paliar.


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