No es fácil dar con el punto justo de trascendencia y de crítica política en una película cuyo objetivo declarado es levantar acta del fracaso de la civilización capitalista. Lo normal es que, cuando el objetivo es resultar contundente y convincente a la vez, los diálogos o el montaje se escoren peligrosamente hacia la moralina, la exageración o la pedantería. Por el contrario, cuando la contención es la pauta, todo queda en un opaco minimalismo simbólico que combina pedantería actoral, paradojas argumentales pilladas por los pelos y exceso de significados atribuidos. Afortunadamente, David Cronenberg (y mi estado actual de sentimientos, lo admito) ha sabido dar en Cosmópolis (2012) con el punto medio en la mayoría de momentos definitorios; y cuando se ha pasado o no ha llegado todo queda compensado por el principal acierto de la película: el retrato de un mundo incomprensible apenas intuido tras los vidrios de la lujosa limusina en la que transcurre la mayor parte de la acción. El resto lo aportan nuestros peores augurios.
Cosmópolis es una muy convincente adaptación de la novela del mismo título escrita por Don DeLillo. Publicada en 2003, el texto situaba la acción a finales de los noventa, en pleno declive de los Amos del Universo, los mismos que hicieron creer a los ingenuos que el crecimiento económico no tenía límites gracias a la ingeniería financiera. El filme narra el obsesivo viaje en limusina de Eric Packer (Robert Pattinson), un jovencísimo y multimillonario financiero gracias a tecnologías de predicción de los mercados, que se empeña en ir a ver a su barbero en una Nueva York simultáneamente colapsada por una visita presidencial, el funeral de un rapero ultrafamoso y el caos que siembran toda clase de grupos antisistema. En su camino conversa en la limusina con asesores, amigos, amantes y desconocidos; cada cual dejando caer su propia y parcial idea de la vida y del amor también, obsequiándole con toda clase de teorías, chorradas y sexo lunático (revelador coito sin rozarse con tacto rectal y botella de plástico incluidos, todo un signo de los tiempos). El segundo gran acierto de Cronenberg es trasladar la acción al contexto de la crisis financiera actual sin que el sentido de la historia se vea modificado en absoluto (para que luego digan que las crisis de capitalismo no son cíclicas ni sistémicas). En los ochenta, Tom Wolfe se adelantó a ambos en el diagnóstico con una novela desigual y efectista pero aun así certera: La hoguera de las vanidades (1987), llevada al cine por Brian De Palma tres años más tarde. El mérito innegable de su crítica es que es coetánea, mientras que Cronenberg se aprovecha del tiempo transcurrido para afilar su crítica y dotarla de mayor calado.
Apenas hay argumento: las escenas se suceden en la limusina, en lugares sofisticados o extrañamente solitarios; mientras que las interpretaciones y diálogos son deliberadamente artificiales, evitando con habilidad la ingenuidad y la pedantería cargante (excepto la breve escena en una macrodiscoteca, que no pasa de ser el lamento de pureta). Ambos recursos refuerzan la idea de que nos hemos convertido en una sociedad que apenas es un agregado de individuos, una especie de futuro amputado que ha perdido algo y que por eso ya no puede denominarse humana; un poco al estilo de la que planteaba Hijos de los hombres (2006). El espectador siente que le falta información y perspectiva, la misma que les niega la película a los intérpretes.
Cronenberg aprovecha las conversaciones en la limusina para exponer sus ideas sobre el mundo que nos espera a la vuelta de la esquina: seres que basculan entre la insatisfacción, la perplejidad y la infelicidad; personas incompletas que se desentienden de la realidad de un sistema socioeconómico repleto de contradicciones más allá de las ventanillas securizadas del vehículo. Yo me quedo con el excurso de la asesora de teoría de Packer, que le regala un diagnóstico preciso de algunos males fundamentales, cuyas consecuencias fingimos desconocer. Sin duda este es el hallazgo más demoledor de la película, en las antípodas del uso desaprovechado que hacía de la misma situación Holy motors (2012) de Carax.
Cronenberg recrea en Cosmópolis las secuelas sicológicas de una sociedad masivamente urbana, infoxicada, inabarcable ideológicamente, imprevisible, irreflexiva y gregaria, en la que el dinero ha sucumbido al empuje de la tecnología y el lujo es el principal sucedáneo de la seguridad. Su conclusión es que estamos en plena estampida hacia el abismo, incapaces de detener la carrera o variar el rumbo. Hemos llegado a un punto de perversión en el que el conservadurismo ideológico cuestiona incluso algunas conquistas históricas de la democracia, como que la atomización de grupos políticos y el debate interminable que eso genera son una perversión de la permisividad y el abuso de la libertad. Sin embargo, la evidencia de un capitalismo neoliberal que acelera las desigualdades no parece un proceso preocupante. El resultado es una descomposición social de consecuencias imprevisibles: ni podremos simplificar nuestras vidas ni volverán los consensos mayoritarios de nuestros abuelos (aunque algunos políticos y tecnócratas aún no se den por enterados). Cronenberg nos recuerda que el personismo está aquí para quedarse.