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Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan

Publicado el 12 enero 2012 por 39escalones

Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan

En un rancho texano, Ben Zachary (Burt Lancaster) dirige a los peones en la ardua tarea de desbravar los potros recién adquiridos en su larga estancia fuera de casa. Uno de ellos (de los peones, se entiende), un joven mestizo que responde al exótico nombre de Johnny Portugal (John Saxon), se ofrece voluntario para intentar dominar al caballo más peleón, que no cesa de echar por tierra a todo bravucón que pretende demostrar su hombría y competencia ante las damas, en particular ante la joven Rachel Zachary (Audrey Hepburn). El mestizo no es un bruto que quiere controlar su montura a base de ataduras de soga, tirones de riendas y picado de espuelas, sino que habla, susurra y acaricia a su montura antes de lanzarse sobre sus lomos. El muchacho lucha denodadamente con el animal mientras, en la banda sonora compuesta por Dimitri Tiomkim, ¿qué suena, mecida por los violines?: ¡¡¡¡ una jota aragonesa !!!!

Valga esta pequeña anécdota para introducir The unforgiven (traducida un poco a la buena de dios como Los que no perdonan, 1960), un magistral western con tintes raciales dirigido por John Huston, otro de los grandes todo-terreno del periodo clásico. Una catarata de hermosas e inquietantes imágenes en Technicolor sirven para relatar la historia de la familia Zachary, compuesta por la matriarca (nada menos que Lillian Gish), el hermano mayor y cabeza de familia, Ben (Lancaster), el temperamental Cash (Audie Murphy), siempre lamentándose por el padre ausente, el joven e impulsivo Andy (Doug McClure), deseoso de viajar a Denver para saborear de una vez por todas su “primera cerveza”, y la dulce Rachel (Hepburn), adoptada en 1850 por el matrimonio Zachary tras haber perdido a sus padres biológicos en un ataque de los indios. Su prosperidad, lograda a base de duro trabajo, llama la atención de sus vecinos, antiguos amigos del matrimonio Zachary y camaradas en su constante lucha por ganarse el futuro arrancándoselo a la tierra, los Rawlins, encabezados por el patriarca (Charles Bickford; no perdérselo bailando con su muleta) y cuyos hijos parecen destinados a emparentar con los Zachary para constituir una sola -y rica- familia feliz. Así, la hija mayor de los Rawlins casi persigue a Cash, mientras que el joven Charlie bebe los vientos por Rachel.

Este idilio, surcado de imágenes de paz (esa vaca pastando alegremente en el tejado de la casa de los Zachary, Audrey saliendo de casa con un cubo dispuesta a obtener agua -un principio fulgurante, lírico, hermoso-) y de bonanza (las vacas, los prados, las montañas, la armonía de lo cotidiano) viene a teñirse de gris cuando Rachel, en una cabalgada en la que Huston se recrea profusamente (el porte de Audrey Hepburn a caballo, su menuda figura con la larga cabellera negra al viento, una imagen no sólo poética sino también una clave plástica de lo que se avecina…) descubre al viejo Abe (Joseph Wiseman), una mezcla de anciano veterano de la caballería y predicador demente que insiste en comprometerla con frases ambiguas, insinuaciones de secretos sobre su pasado mientras la observa con una expresión que puede definirse como socarrona, desdeñosa, divertida y también como mueca de desprecio. Abe es un personaje nuevo para Rachel, pero no para su madre (magnífico el cambio de expresión de Lillian Gish cuando escucha de boca de su hija adoptiva su episodio con ese desconocido; tremenda su determinación cuando, al vislumbrarlo rondando la casa, se hace con la escopeta para obligarle a alejarse) ni para los lugareños. La aparición de Abe, su continuo lamento por su abandono, mezclado con sus apelaciones al Todopoderoso y sus cada vez más directas y claras acusaciones de que Rachel no es blanca, sino una kiowa robada por los Zachary a los indios, terminan por reventar la bucólica existencia de los Zachary y los Rawlins, especialmente cuando los indios, a los que llegan las noticias de lo que el viejo Abe va contando por ahí, se presentan para llevarse con ellos a un miembro perdido de su tribu.

De este modo, puede considerarse a Los que no perdonan como el reverso de Centauros del desierto de John Ford (The searchers, 1956), en este caso con los indios persiguiendo desesperadamente la vuelta de una de los suyos al seno de su comunidad. La película, que posee imágenes poderosísimas (la persecución en plena tormenta de arena de Ben y Cash al viejo Abe para acabar con él, el ataque indio a Charlie cuando vuelve de cortejar a Rachel, la aparición de la espectral y siniestra silueta de Abe a caballo en el horizonte un poco al modo de Robert Mitchum en La noche del cazador (The night of the hunter, Charles Laughton, 1955), o sable en mano cargando contra Cash saliendo de la nada, el ahorcamiento, el rechazo de la madre Rawlins a la pobre Rachel, la ruptura de ambas familias, la marcha de Cash, el ataque final…), como todos los buenos westerns, no es solamente un western. En ella hay lugar para reflexiones en cuanto a la vida dura de los pioneros, en especial al tributo debido a sus esfuerzos para crear un país de la nada; contiene un intenso romance de corte incestuoso, entre Ben y su hermana adoptiva, con la que siempre ha tenido una relación mucho más que meramente fraternal (casi asusta ver los extremos a los que llega el guión en los diálogos de ambos, sólo explicables porque el guionista -y el censor- tienen en cuenta el cada vez más previsible desenlace de la historia); y también ofrece un interesante punto de vista sobre los indios, aquí, lejos de ser la típica aparición de la brutalidad y la muerte, caracterizados como un grupo familiar que quiere recuperar a una mujer de su propia sangre en manos ajenas.

La cinta, que alterna escenas de gran intensidad emocional y sensibilidad dramática (la llegada de Ben y el momento del piano, sus conversaciones con Rachel, las celebraciones familiares, el velatorio y funeral en casa de los Rawlins) no exentas de humor (el primer cortejo de Charlie, la curiosa forma de los Rawlins de acorralar a Cash para que acceda a casarse, las ansias de Andy por ir a la ciudad…), con la más pura acción del western (la búsqueda de Abe por Cash y Ben, las escenas con el ganado, los ataques indios y cómo los Zachary oponen la música del piano a los cánticos de guerra de los kiowas, la conmovedora determinación de mamá Zachary para enfrentarse a ellos aun estando herida…), culmina en un final épico de reencuentro familiar en un combate a vida o muerte en el que los Zachary ponen en juego sus vidas y todo lo conseguido por las generaciones precedentes, con un manejo extraordinario del suspense (esa munición acumulada sobre la mesa de la casa que se va agotando con el paso de los minutos y las horas), con un Cash que retorna al redil familiar para ayudarles a combatir a los indios en una casa convertida en un fortín, que se hunde bajo el empuje de los indios, los incendios provocados por sus flechas ardientes, y la estampida de las vacas conducidas hasta el tejado para hundir la techumbre sobre sus cabezas. Un final glorioso en el que, sobre el futuro de Ben y Rachel, poseedora ya de su nueva identidad, se levantan de nuevo los Zachary de las ruinas de un pasado cerrado para siempre, y con ellos un país que no es otra cosa que fruto del mestizaje, de la mezcla pacífica y voluntaria de quienes siempre estuvieron condenados a entenderse y a aceptarse, a pesar de ellos mismos.


Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan

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